Siria: ni olvido, ni perdón


El horizonte comienza a despejarse en Siria. Después de ocho años de devastadora guerra y cruentos combates parece claro que Bashar Al Asad ha logrado superar con éxito su particular travesía del desierto e imponerse a sus rivales. Aunque por el momento sólo controla dos terceras partes del territorio, tan sólo es una cuestión de tiempo que se haga con resto del país. Esta victoria no hubiera sido posible sin la determinante ayuda de Rusia e Irán, sus dos aliados estratégicos que ahora reclaman su parte del botín. En los últimos meses ambos países se han repartido, no siempre de manera amistosa, la explotación futura de los campos de petróleo y gas, las minas de fosfatos y las licencias de telefonía móvil, para intentar recuperar, al menos, una parte del dinero invertido en mantener a flote a Al Asad.

La heterogénea oposición es consciente de que la hora de su derrota definitiva se aproxima. Desde la pérdida de Alepo en otoño de 2015 no ha dejado de perder posiciones. Hoy en día, los diferentes grupos rebeldes se encuentran atrincherados en la provincia de Idlib, donde esperan el asalto final del régimen sirio. Un precario alto el fuego, que en las últimas semanas ha sido violado de manera sistemática, protege este último bastión controlado por el antiguo Frente Al Nusra. Su caída provocaría un nuevo éxodo masivo, ya que Idlib acoge a decenas de miles de desplazados internos huidos de los últimos bastiones rebeldes tras su captura por el régimen. Turquía, que ya acoge a tres millones de refugiados sirios, es el menos interesado en una nueva crisis humanitaria en la zona, de ahí sus intentos por evitar la ofensiva final que, por el momento, ha sido congelada por Rusia.
 Vista general de los edificios dañados en Ghouta (Siria). REUTERS / Omar Sanadiki
Las malas noticias nunca llegan solas. A la pérdida de territorio ha de sumarse el progresivo abandono del que han sido objeto los grupos rebeldes por parte de sus antiguos patrocinadores. Los países del Golfo, que antaño les regaron con sus petrodólares, han interrumpido su financiación de manera abrupta y, lo que es peor, han empezado a allanar el terreno para normalizar sus relaciones con el régimen sirio. Emiratos Árabes Unidos y Bahréin ya han reabierto sus embajadas en Damasco y, tarde o temprano, Arabia Saudí hará lo propio. Unos y otros parecen haber arrojado la toalla y ahora buscan coartadas para rehabilitar a Al Asad. Una de las más repetidas en las capitales del Golfo en los últimos meses es que este paso ayudaría a contener el avance regional de Irán, su principal enemigo, algo difícil de creer si tenemos en cuenta la estrecha relación entre Damasco y Teherán desde la década de los ochenta.

Por otra parte, el autodenominado Estado Islámico se ha desmoronado de manera estrepitosa gracias a la presión de las Fuerzas Democráticas Sirias, dominadas por las milicias kurdas, y la coalición internacional capitaneada por Estados Unidos. En los próximos meses tendrá que dirimirse el futuro del Kurdistán sirio, donde se han hecho fuertes las Unidades de Defensa Popular. Su control del territorio les ha permitido instaurar una amplia autonomía kurda en los últimos años, pero no parece factible que el régimen vaya a aceptar el establecimiento de un Estado federal, tal y como pretenden.

Mientras estos movimientos se dan entre bastidores, la Unión Europea confía que un eventual fin del conflicto cree las condiciones necesarias para el retorno gradual de los refugiados. En total, seis millones de sirios han abandonado su país en el curso de los últimos años. Turquía, Líbano y Jordania, que comparten fronteras con Siria, han sido los países que más refugiados han acogido. En verano de 2015, un millón de sirios entró en Europa ante el agravamiento de la situación sobre el terreno. No obstante, las expectativas europeas no tienen en cuenta que, hoy por hoy, no se dan las condiciones mínimas para un retorno seguro.

Un informe publicado por el Banco Mundial en 2017 constataba que casi un tercio de los hogares sirios habían sido dañados o destruidos en el curso de la guerra. Además, el 80% de la población vive bajo el umbral de la pobreza y más del 50% está desempleada. La economía siria se encuentra en un estado calamitoso, tal y como evidencia que el PIB se haya desmoronado de los 60.000 millones de dólares de 2010 a los 15.000 de 2016. Los hospitales y las escuelas han sido objeto de reiterados ataques y una parte significativa de los profesores y los médicos han abandonado el país, lo que crea problemas añadidos para la escolarización y la atención sanitaria. A lo anteriormente dicho debe sumarse el ambiente irrespirable existente en el país, dado que el régimen ha emprendido una auténtica caza de brujas contra todos los sospechosos de haber simpatizado con la oposición o los rebeldes, aprobando leyes para encarcelarles y decomisar todos sus bienes. El mensaje que pretende lanzar Al Asad es que no habrá ni olvido ni perdón.

El retorno también depende de la reconstrucción del país, que según el Banco Mundial costaría, al menos, 300.000 millones de dólares. El régimen asadista pretende sacar tajada de la reconstrucción, repartiendo los proyectos entre sus principales aliados y el propio entorno familiar de Al Asad. En este sentido es pertinente recordar que la organización Transparencia Internacional considera a Siria como el tercer país más corrupto del mundo. Ni Rusia ni Irán están en condiciones de afrontar un esfuerzo de esta envergadura. Tampoco parece contar con el apoyo de las petromonarquías del Golfo o la Unión Europea mientras el dictador sirio se mantenga en el poder.

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