El infierno de Guta
El conflicto en Siria se ha transformado con el transcurso
del tiempo en una guerra mundial a escala reducida. Desde su estallido en 2011,
las potencias internacionales y regionales han intervenido activamente en
defensa de uno u otro bando, agravando la situación sobre el terreno y
agudizando la catástrofe humanitaria. Estados Unidos, Rusia, Turquía e Irán han
desplegado tropas en el país, en el que también actúan milicias libanesas,
iraquíes, afganas o paquistaníes. También Israel ha bombardeado habitualmente
arsenales y convoyes militares del Hezbolá libanés o la Guardia Republicana iraní,
al considerar que representaban una potencial amenaza para su seguridad
nacional. La derrota del autoproclamado Estado Islámico no ha frenado la
violencia, sino más bien todo lo contrario. Hace tan sólo unas semanas, Staffan
de Mistura, el enviado especial de la ONU para Siria, advirtió de que estamos asistiendo
a una de las fases más enconadas y sangrientas del conflicto.
El último episodio de la tragedia siria se está
representando en la Guta, zona situada a unos pocos kilómetros de
Damasco, donde se están registrando intensos bombardeos aéreos que pretenden
allanar el terreno para una futura invasión terrestre. Desde que se sumó al
levantamiento contra Bashar el Asad, este suburbio ha sido objeto de
sitemáticos bombardeos por parte de la aviación siria, lo que ha reducido a
escombros a buena parte de sus localidades. Uno de los principales objetivos de
los ataques han sido los hospitales, los mercados y los centros educativos, con
el objeto de aterrorizar a la población y propiciar su huida. Según Médicos Sin
Fronteras, 520 civiles han muerto durante la pasada semana como consecuencia de
los ataques, la mitad de ellos mujeres y niños. Sin embargo, la cifra de víctimas desde 2011
es mucho más elevada. Según un informe de la Red Siria de Derechos Humanos, el
número de civiles muertos asciende a 12.763, entre ellos 1.463 niños y 1.127
mujeres. Además, 1.218 de las personas que intentaban abandonar la zona han
muerto como consecuencias de las torturas y otras 6.583 fueron detenidas por las
tropas del régimen y se desconoce su paradero.
Aunque el artículo 8 del Estatuto de Roma
considera un crimen de guerra «el empleo de gases asfixiantes, tóxicos o similares
o cualquier líquido, material o dispositivo análogos», estos han sido empleados en
medio centenar de ocasiones contra localidades situadas en la Guta. El ataque
más mortífero contra la población civil se registró el 21 de agosto de 2013,
cuando las tropas del régimen bombardearon con gas sarín y provocaron la muerte
de 1.466 personas, 426 de ellos niños. A pesar de que el empleo de armas
químicas había sido considerado previamente por Barack Obama como un casus
belli que desencadenaría una inmediata intervención armada, Estados Unidos
evitó atacar a las tropas de Bashar el Asad. De hecho, se contentó con pactar
con Rusia la destrucción de las armas de destrucción masiva del régimen, aunque
esta no se llegó a completarse, como demuestran los recientes ataques con cloro
contra posiciones rebeldes.
Tras el citado bombardeo, el régimen impuso un férreo bloqueo sobre la Guta a partir de octubre de 2013 impidiendo la entrada de alimentos, medicinas o ayuda humanitaria. Como señalara recientemente Paulo Pinheiro, presidente de la Comisión Internacional de Investigación para Siria de la ONU, el régimen sirio recurre de manera sistemática a «la inanición deliberada de la población civil». Efectivamente, el hambre ha sido empleada como arma de guerra para castigar a las poblaciones alzadas con el objetivo de quebrar su resistencia. En la actualidad, la ONU estima que 272.000 de los 400.000 que viven encerradas en la Guta se encuentran en peligro y necesitan ayuda humanitaria inmediata.
Ante la dramática situación de la Guta, el Consejo de Seguridad acaba de aprobar un alto el fuego que debería extenderse por un periodo de 30 días y que contempla la entrada de ayuda humanitaria a las zonas sitiadas y la evacuación de los heridos y enfermos. Como es habitual, el demonio está en los detalles, ya que el plan no fija una fecha de entrada en vigor, sino que se limita a señalar lo hará «sin dilación», una fórmula ambigua que ha permitido que el régimen y sus aliados sigan bombardeando la Guta por medio de los mortíferos barriles bomba. Debe tenerse en cuenta que tres formaciones islamistas se reparten el control de esta zona rebelde: el Ejército del Islam, Failaq al Rahman (integrada en el Ejército Libre Sirio) y Tahrir al-Sham (anteriormente denominada Frente al Nusra y con una presencia prácticamente residual). La resolución excluye del alto el fuego a las formaciones terroristas, lo que deja un amplio margen de maniobra al régimen sirio, que considera como terroristas a todos los grupos rebeldes, independientemente del ideario que profesen.
Parece evidente que Bashar el Asad y sus dos principales aliados –Rusia e Irán- tienen prisa por poner fin a la guerra y acabar con los focos donde se concentran las facciones rebeldes: la provincia norteña de Idlib, la sureña de Deraa y las bolsas opositoras situadas en torno a Damasco y Homs. El principal error de cálculo que han cometido es interpretar como un cheque en blanco el silencio de la comunidad internacional y la evidente complicidad de Estados Unidos. Dejar impunes los reiterados crímenes de guerra y de lesa humanidad que se están perpetrando sobre el terreno acabará, tarde o temprano, pasándonos factura.
Tras el citado bombardeo, el régimen impuso un férreo bloqueo sobre la Guta a partir de octubre de 2013 impidiendo la entrada de alimentos, medicinas o ayuda humanitaria. Como señalara recientemente Paulo Pinheiro, presidente de la Comisión Internacional de Investigación para Siria de la ONU, el régimen sirio recurre de manera sistemática a «la inanición deliberada de la población civil». Efectivamente, el hambre ha sido empleada como arma de guerra para castigar a las poblaciones alzadas con el objetivo de quebrar su resistencia. En la actualidad, la ONU estima que 272.000 de los 400.000 que viven encerradas en la Guta se encuentran en peligro y necesitan ayuda humanitaria inmediata.
Ante la dramática situación de la Guta, el Consejo de Seguridad acaba de aprobar un alto el fuego que debería extenderse por un periodo de 30 días y que contempla la entrada de ayuda humanitaria a las zonas sitiadas y la evacuación de los heridos y enfermos. Como es habitual, el demonio está en los detalles, ya que el plan no fija una fecha de entrada en vigor, sino que se limita a señalar lo hará «sin dilación», una fórmula ambigua que ha permitido que el régimen y sus aliados sigan bombardeando la Guta por medio de los mortíferos barriles bomba. Debe tenerse en cuenta que tres formaciones islamistas se reparten el control de esta zona rebelde: el Ejército del Islam, Failaq al Rahman (integrada en el Ejército Libre Sirio) y Tahrir al-Sham (anteriormente denominada Frente al Nusra y con una presencia prácticamente residual). La resolución excluye del alto el fuego a las formaciones terroristas, lo que deja un amplio margen de maniobra al régimen sirio, que considera como terroristas a todos los grupos rebeldes, independientemente del ideario que profesen.
Parece evidente que Bashar el Asad y sus dos principales aliados –Rusia e Irán- tienen prisa por poner fin a la guerra y acabar con los focos donde se concentran las facciones rebeldes: la provincia norteña de Idlib, la sureña de Deraa y las bolsas opositoras situadas en torno a Damasco y Homs. El principal error de cálculo que han cometido es interpretar como un cheque en blanco el silencio de la comunidad internacional y la evidente complicidad de Estados Unidos. Dejar impunes los reiterados crímenes de guerra y de lesa humanidad que se están perpetrando sobre el terreno acabará, tarde o temprano, pasándonos factura.
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