Cambio y continuidad: de Trump a Biden

Hoy toma posesión como presidente de EEUU el demócrata Joe Biden. Con este motivo, recupero algunos extractos del artículo que publiqué en el número 199 de la revista POLÍTICA EXTERIOR, publicado en enero de 2021, que nos sirven para contextualizar mejor los retos más importantes de su presidencia.

La llegada de Joe Biden a la presidencia de EEUU se traducirá en una profunda revisión de la política exterior estadounidense de Oriente Medio. Todo parece indicar que la nueva administración revisará algunas de las decisiones más controvertidas adoptadas por Donald Trump en los últimos cuatro años y tratará de rescatar el legado del expresidente Barack Obama, sobre todo en lo referido a Irán y su programa nuclear. De hecho, el equipo de política exterior de Biden está copado por antiguos miembros de la Administración de Obama, como es el caso del nuevo secretario de Estado Anthony Blinken y el Consejero de Seguridad Nacional Jake Sullivan, que jugó un papel destacado en la negociación del Plan de Acción Integral Conjunto (Joint Comprehensive Plan of Action, JCPOA por sus siglas en inglés) entre el G5+1 e Irán.



Durante la campaña electoral, Joe Biden dejó claro que dedicaría todas sus energías para desandar el camino andado por su predecesor y restaurar la maltrecha imagen de EEUU a escala mundial. En Oriente Medio, Biden intentará retomar el acuerdo nuclear con Irán y establecer unas líneas rojas a Arabia Saudí. No se trata de una buena noticia para los autócratas de la región, empezando por Arabia Saudí, que deberá replantear su intervención en Yemen, pero tampoco para Egipto, donde el presidente Abdel Fattah Al Sisi ha dejado de ser “el dictador favorito” de la Casa Blanca, como Trump lo llegó a llamar en público. Como señalara Jake Sullivan durante la campaña presidencial: “Lo que hace la política exterior norteamericana diferente es que no somos neutrales entre los autócratas y las poblaciones que demandan derechos humanos y dignidad”. Está por ver si estos principios condicionan realmente la política exterior de la Administración de Biden o, por el contrario, representan un ejercicio de retórica para distanciarse de Trump.

La llegada a la Casa Blanca de Joe Biden provocará cambios significativos en la agenda estadounidense en Oriente Medio, tal y como anunciaron el propio candidato demócrata y sus principales asesores en plena campaña electoral. Debe tenerse en cuenta que Biden, al contrario que Trump, no es un neófito en la materia, ya que ejerció de vicepresidente de Obama entre 2009 y 2017 y, además, cuenta con una amplia experiencia en el terreno de la política exterior, puesto que dirigió en dos ocasiones el Comité de Relaciones Exteriores del Senado (2001-2003 y 2007-2009).

En un artículo publicado en la revista Foreign Affairs en marzo de 2020, Biden se mostró a favor de poner fin a las políticas aislacionistas de Trump y recobrar el liderazgo mundial, ya que “durante 70 años EEUU, bajo presidentes demócratas y republicanos, desempeñó un papel de liderazgo en la redacción de las reglas, la elaboración de acuerdos y la animación de las instituciones que guían las relaciones entre las naciones y promueven la seguridad y la prosperidad colectivas”. El político demócrata denunció que “el desastroso historial de Trump en política exterior nos recuerda todos los días los peligros de un enfoque desequilibrado e incoherente, que desvaloriza y denigra el papel de la diplomacia” e interpretaba que “la diplomacia debería ser el primer instrumento del poder estadounidense” y ser “la principal herramienta de política exterior de EEUU”.

En consonancia con este planteamiento, Biden se mostró a favor de recuperar el multilateralismo y trabajar codo con codo con los países demócratas para hacer frente a una compleja agenda internacional protagonizada por el cambio climático, la pandemia del COVID-19 y la proliferación nuclear. La mejor manera de abordar dichos retos sería el retorno de EEUU a los acuerdos e instituciones internacionales como el Tratado de París y la Organización Mundial de la Salud.

Para poner los cimientos de su política exterior, Biden se ha rodeado de un experimentado equipo integrado, entre otros, por Anthony Blinken y Jake Sullivan, respectivamente secretario de Estado y consejero de Seguridad Nacional. En el pasado, Blinken desempeñó el puesto de subsecretario de Estado y viceconsejero de Seguridad Nacional, lo que contrasta con la inexperiencia de los asesores del presidente Trump. Por su parte, Sullivan ejerció de viceconsejero de Seguridad Nacional, fue responsable de Planificación Política del Departamento de Estado con Hillary Clinton y jugó un destacado papel en la negociación del JCPOA con Irán. La elección de Blinken y Sullivan evidencia el intento de Biden de reconducir la política exterior estadounidense y retomar las dinámicas precedentes de la etapa de Obama. Al igual que en las últimas dos décadas, la prioridad de la política exterior estadounidense no estará en Oriente Medio sino en Asia y el Pacífico y, sobre todo, en las relaciones con China.

La principal muestra de este giro será la de resucitar el malherido acuerdo nuclear con Irán, muy dañado por las sanciones impuestas por la Administración de Trump y también por la política de asesinatos selectivos que acabó con la vida del general iraní Qasem Soleimani, responsable de la fuerza de élite Al Quds, el 3 de enero de 2020 en Bagdad. Los principales perjudicados por este eventual acercamiento entre Washington y Teherán serían Israel, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, países que han hecho frente común ante el expansionismo de Irán. Tras la derrota electoral de Trump, su secretario de Estado Mike Pompeo realizó una gira por la zona el 18 de noviembre para evaluar un posible ataque contra las instalaciones nucleares iraníes. El día 23 de ese mismo mes, el primer ministro Benjamin Netanyahu, el príncipe Mohamed Bin Salman y el secretario de Estado Mike Pompeo se entrevistaron en la localidad saudí de Neom, en un intento de explorar opciones para dicho ataque, que fue finalmente descartado. No obstante, el 27 de noviembre fue asesinado en las afueras de Teherán el padre del programa nuclear iraní Mohsen Fajrizadeh en un ataque atribuido al Mossad israelí y con el que se pretendería torpedear la reanudación de las negociaciones con EEUU. Tras este acontecimiento, el presidente Hasan Rohani reclamó contención para evitar una escalada de tensión que justificase una ofensiva militar contra el régimen iraní.

El 13 de septiembre, en plena campaña presidencial, Biden escribió un artículo para la cadena de televisión CNN en el que acusó a Trump de violar el acuerdo entre el G5+1 e Irán y denunció que “la ‘máxima presión’ de Trump ha sido una bendición para el régimen de Irán y un fracaso para los intereses de EEUU”, ya que “en lugar de restaurar la disuasión, Trump ha envalentonado a Irán”. Por ello se mostraba a favor de imprimir “un cambio el rumbo” a las relaciones bilaterales estadounidenses-iraníes y anunciaba que “ofrecería a Teherán un camino creíble de regreso a la diplomacia: si Irán cumple estrictamente el acuerdo nuclear, EEUU retornará al acuerdo”. 

Tras la elección de Biden, el presidente Rohani consideró que se daban las condiciones para retomar el diálogo y estaban ante “una oportunidad para que el próximo gobierno de EEUU enmiende los errores del pasado y vuelva a adherirse a los compromisos internacionales”. El principal escollo podría ser la voluntad de Biden de revisar algunas provisiones del acuerdo nuclear, opción descartada abiertamente por el régimen iraní. Javad Zarif, ministro de Asuntos Exteriores, advirtió que “retornar [al acuerdo] no significa renegociarlo”, ya que “si lo hubiésemos querido hacer, lo habríamos hecho con el presidente Trump hace cuatro años”. El presidente Rohani siempre ha insistido en la necesidad de equilibrio en las negociaciones y que la política iraní se basa en “compromiso por compromiso, acción por acción, desescalada por desescalada y respeto por respeto”.

La segunda prioridad de la Administración de Biden será revisar las relaciones con Arabia Saudí. Durante la campaña electoral, Biden se mostró a favor de retirar el apoyo incondicional al príncipe heredero MbS, al que lanzó una clara advertencia en un debate televisivo: “Defenderé los derechos de los activistas, disidentes políticos y periodistas a hablar libremente sin temor a ser perseguidos y sufrir violencia”. Peor aún, el presidente electo señaló en varias ocasiones que “la muerte de Khashoggi no será en vano” y que sus responsables deberán responder ante la justicia. El nuevo secretario de Estado, Anthony Blinken, advirtió durante la campaña electoral: “Revisaremos la relación con el gobierno de Arabia Saudí, al que el presidente Trump básicamente ha dado un cheque en blanco para seguir un desastroso conjunto de políticas, incluida la guerra en Yemen, pero también el asesinato de Jamal Khashoggi y la represión sobre la disidencia en casa”. 

En el corto plazo, las relaciones entre Washington y Riad podrían resentirse. No obstante, el rey Salman dispone de un amplio abanico de posibilidades para tratar de anticiparse a las presiones de Biden revisando la política saudí sobre el bloqueo a Qatar, la intervención en Yemen o la normalización con Israel. En la actualidad, Kuwait está mediando entre Doha y Riad para acercar posiciones y levantar el bloqueo impuesto en verano de 2017, aunque las conversaciones todavía no han llegado a buen puerto. Al mismo tiempo, MbS, que también ejerce como ministro de Defensa, es consciente de que su aventurismo militar en Yemen no ha dado los resultados esperados y que la catástrofe humanitaria podría acabar pasándole factura. La última carta que podría reservarse en la manga MbS sería la de tratar de blindarse en el poder por medio de la normalización de relaciones con Israel, movimiento que sería bien visto por la Administración de Biden y también por el Senado y el Congreso norteamericanos pero que no cuenta con el respaldo del rey Salman ni de un sector significativo de la dinastía saudí.

En el caso de las relaciones con Emiratos Árabes Unidos, lo más probable es que se fortalezcan sobre todo después de la firma del Acuerdo de Abraham por el que normalizaba sus relaciones con Israel. En el marco de este acuerdo, Emiratos se comprometió a adquirir 50 cazas F-35 por un valor de 10.500 millones de dólares. Mike Pompeo justificó la venta al considerar que “apoyará la política exterior y la seguridad nacional de los EEUU al ayudar a mejorar la seguridad de un socio regional importante. Emiratos ha sido, y siguen siendo, un socio estadounidense vital para estabilidad política y progreso económico en Oriente Medio”. De esta manera, el príncipe heredero y verdadero hombre fuerte del país Mohamed Bin Zayed se garantiza el mantenimiento de una relación privilegiada con EEUU durante los próximos años y, al mismo tiempo, refuerza sus capacidades militares. De hecho, muchos actores regionales interpretan que Emiratos se ha convertido en “una pequeña Esparta” por sus intervenciones en Yemen y Libia y sus bases militares en el cuerno de África.

En el curso de los últimos años, Emiratos, al igual que Qatar, se ha emancipado plenamente de la tutela saudí y se ha convertido en un actor extraordinariamente dinámico que ha logrado expandir su influencia a escala regional. Hoy en día, Abu Dhabi y Dubai, sus dos emiratos más poderosos, se han convertido en centros neurálgicos de negocios, nodos de conexión de las grandes conexiones aéreas a través de Emirates y Etihad y promotores de importantes eventos económicos, culturales y deportivos. Todas estas iniciativas se engloban en un intento de construir una marca-Estado atractiva, proceso en el que Arabia Saudí parece haberse quedado rezagada.

En lo que respecta a las relaciones con Israel, el cambio será mucho menos drástico puesto que el presidente Joe Biden y su vicepresidenta Kamala Harris siempre se han mostrado firmes aliados del Estado hebreo y el apoyo incondicional estadounidense a Israel forma parte de un consenso bipartidista apenas roto por las voces discrepantes del ala izquierdista del Partido Demócrata y, sobre todo, por Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez, así como las congresistas de origen palestino Rashida Tlaib e Iman Jodeh. Durante la campaña electoral, Biden dejó claro que la ayuda militar a Israel, que asciende a 3.800 millones de dólares anuales, no será revisada sea cual sea su comportamiento. También sus colaboradores más estrechos tienen un amplio historial de proximidad con Israel, como es el caso de Blinken, un judío criado en Francia cuyo padrastro sobrevivió al Holocausto. Lo anteriormente dicho no quiere decir que Biden de luz verde a las políticas colonizadoras de Israel y a sus proyectos anexionistas. El nuevo presidente ha mostrado su apoyo a la solución de los dos Estados y su rechazo a las medidas unilaterales de Netanyahu. Debe recordarse que, en su día, el presidente Obama impuso una congelación a la construcción de nuevos asentamientos que Israel sorteó ampliando de manera significativa la construcción en los ya existentes. Su administración permitió la aprobación de la resolución 2.234 del Consejo de Seguridad que consideraba los asentamientos como “una fragrante violación del Derecho Internacional” y “sin validez legal”.

Aunque no dará marcha atrás al traslado de la embajada a Jerusalén ni adoptará una posición beligerante en torno a la cuestión de los asentamientos, Biden sí que ha manifestado su voluntad de restaurar los lazos con la Autoridad Palestina y retomar la ayuda económica y humanitaria que le retiró Trump. No obstante, deben descartarse presiones significativas para que Israel vuelva a la mesa de negociaciones, al considerar que cualquier intento de reactivar el proceso de paz está condenado al fracaso mientras no exista una mayoría amplia en la sociedad israelí partidaria de un acuerdo con los palestinos. Por otra parte, las previsibles tensiones que puedan surgir tratarán de resolverse en privado, tal y como ha señalado Blinken: “Biden cree firmemente que las diferencias entre amigos deben mantener, en la medida de lo posible, tras la puerta”.

Joe Biden y su equipo han advertido que los regímenes autoritarios tendrán que revisar algunas de sus políticas y, en particular, su sistemática violación de los derechos humanos y su persecución de opositores y activistas, lo que sin duda representa una mala noticia para algunos dirigentes de la región. De hecho, el presidente egipcio se ha apresurado a liberar en las últimas semanas a varios detenidos para intentar amortiguar las eventuales presiones de la Casa Blanca, aunque todavía quedan en las cárceles egipcias más de 60.000 presos políticos (la mayor parte de ellos integrantes de los ilegalizados Hermanos Musulmanes). No obstante, está por ver hasta dónde llega la administración Biden al respecto, dado que una presión significativa podría alejar a Egipto de EEUU y acercarle a Rusia, que en los últimos años ha intensificado la venta de armamento al país árabe y que, además, está construyendo una planta nuclear cerca de Dabaa. En este sentido, la política exterior rusa, desideologizada y pragmática, podría representar una ventaja comparativa con respecto a EEUU.

Por último, pero no menos importante, la Administración de Biden acelerará, si las circunstancias lo permiten, la salida de tropas norteamericanas de Oriente Medio en un proceso que ya había iniciado Trump. El candidato republicano ya anunció, en plena precampaña, su intención de reducir el contingente de tropas en dicha zona a tan sólo 5.000 efectivos: la mitad en Irak y el resto en Afganistán. También Biden considera que la derrota del autodenominado Estado Islámico hace superfluo el amplio despliegue militar estadounidense en la región, ya que “agota nuestra capacidad para liderar otros temas que requieren nuestra atención y nos impide reconstruir los otros instrumentos del poder estadounidense. 

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