Vuelta de tuerca en Egipto

Retomo el blog tras un largo silencio estival. Recupero un artículo mío que publicó hace unos días el diario El País en su sección de Internacional: "Vuelta de tuerca en Egipto". Mientras tanto sigo de cerca lo que ocurre en Siria y escribiré sobre el tema en mi entrada de mañana.

Las aguas han retornado su cauce. Con el derrocamiento de Morsi y la brutal represión de las acampadas islamistas, los militares han cortado de raíz el errático experimento democrático egipcio. Recuperan así el protagonismo en una escena que nunca llegaron a abandonar por completo, ya que durante todo este tiempo mantuvieron su control sobre el Estado profundo representado por las fuerzas de seguridad y los aparatos de inteligencia.

Desde la caída de Mubarak, los militares han venido manipulando al conjunto de las fuerzas políticas y fomentando las disputas interpartidistas. Primero se aproximaron a los Hermanos Musulmanes y a los salafistas a los que enfrentaron con los sectores revolucionarios, que acabaron boicoteando las elecciones legislativas y denunciaron la existencia de un pacto secreto entre religiosos y militares para repartirse el poder. En el golpe del 3 de julio se aliaron con laicos, liberales, izquierdistas y coptos, todos ellos hastiados por el autoritarismo de Morsi y preocupados por la islamización del país. Al respaldar el derrocamiento de un gobierno legítimo, la oposición ha hipotecado su futuro convirtiéndose en un cooperador necesario de los militares.

Con esta exitosa estrategia, los militares han conseguido preservar sus innumerables privilegios y el vasto imperio económico laboriosamente erigido durante las pasadas seis décadas. Además, la confusión que ha presidido la transición les ha apuntalado como garantes del orden y la estabilidad entre una parte significativa de la población. Esta narrativa ha terminado por ser asumida por las potencias regionales que, como en el caso de Israel, han respaldado el golpe. También Arabia Saudí y otras petromonarquías le han dado su bendición al inyectar 12.000 millones de dólares para evitar el colapso de la economía egipcia y, de paso, reforzar las posiciones de los sectores salafistas, los principales beneficiados de la probable ilegalización de la Hermandad. Esta ayuda vuelve a poner de manifiesto la santa alianza entre petróleo y salafismo, pero también la creciente irrelevancia de EE UU y la UE en la región, ya que sus iniciativas para evitar un baño de sangre fueron sistemáticamente ignoradas.

Los Hermanos Musulmanes son, sin duda, el gran perdedor. En tan sólo unas semanas han pasado de controlar los poderes ejecutivo y legislativo a estar al borde de la ilegalización. El encarcelamiento de sus principales dirigentes ha descabezado la organización, que se encuentra en un estado de shock psicológico del que tardará en recuperarse. Además, la brutal represión de la que han sido objeto podría favorecer la emergencia de un nuevo liderazgo deseoso de tomarse la justicia por sus manos. Las dos opciones a las que se enfrenta la Hermandad son igualmente descorazonadoras. Ilegalización y represión, como ocurriera en época de Naser. Alegalidad y relativa tolerancia, como pasó con Mubarak, siempre y cuando acepten dócilmente la nueva repartición de poder. Ante este escenario no puede descartarse por completo el surgimiento de alguna excisión entre sus filas que adopte un discurso más beligerante e, incluso, abogue por el empleo de las armas, opción que ofrecería a los militares el argumentario idóneo para adoptar una estrategia erradicadora.

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