Mi artículo de julio en El Periódico analiza "La proyección mediterránea de Turquía", un aspecto que ha pasado relativamente desapercibido y que debería invitarnos a reflexionar.

En los últimos años Turquía ha logrado expandir su presencia por el Norte de África y Oriente Próximo. Tras las Primaveras Árabes en 2011, Erdogan abandonó la máxima de ‘cero problemas con los vecinos’ y la política exterior turca adoptó un perfil mucho más activista. Buena prueba de ello fue la intervención militar en Siria y Libia, países de la cuenca sur mediterránea inmersos en sendos conflictos civiles. Esta política ha sido bautizada como neo-otomana, ya que pretende recuperar protagonismo en los territorios que un día fueron parte de la Sublime Puerta.

Este retorno no hubiera sido posible sin el progresivo repliegue de Estados Unidos de la región y sin la parálisis de la Unión Europea, incapaz de dar una respuesta coherente a las transformaciones registradas en la orilla sur del Mediterráneo en la última década. Turquía ha aprovechado este vacío de poder para expandir su área de influencia y, al mismo tiempo, tratar de tomar parte en el reparto de los importantes yacimientos de hidrocarburos hallados en el Mediterráneo oriental, indispensables para garantizar su seguridad energética, dado que hoy en día su economía depende de los hidrocarburos de Rusia, Iraq e Irán.



A medio camino entre Europa y Asia, Turquía es una potencia política, económica y militar con un peso específico creciente y que no puede ser ignorada. El presidente Erdogan, en el poder desde hace prácticamente dos décadas, aspira a que Turquía sea reconocida como una potencia regional y, para ello, no sólo está dispuesto a utilizar, tal y como hicieron sus antecesores, la carta nacionalista, sino que además pretende erigirse en el principal referente del mundo islámico sunní arrebatándole el puesto a Arabia Saudí, que atraviesa una complicada situación por sus fracasos en la gestión del dossier nuclear de Irán, la intervención en Yemen o el bloqueo de Qatar. 

En la última década, Turquía ha abandonado las herramientas del ‘poder blando’ como la diplomacia o el comercio para asumir otras propias del ‘poder duro’ como el empleo de la fuerza o la coacción. En este giro se ha acercado a Rusia mediante la adquisición de baterías antimisiles S-400, lo cual le ha colocado en una delicada situación ante sus socios de la OTAN y, en particular, Estados Unidos. Con la Unión Europea no ha dudado en emplear la carta de los refugiados como instrumento de presión para obtener un trato de favor. Junto a Qatar ha hecho frente común a favor de los Hermanos Musulmanes, movimiento que en la actualidad atraviesa horas bajas, pero que en el futuro podría ser determinante si logra renacer de sus cenizas.

Si en el caso de Siria, la apuesta turca por las fuerzas rebeldes ha resultado fallida, en Libia el apoyo al Gobierno del Acuerdo Nacional ha sido decisivo para su supervivencia. En los momentos de mayores dificultades, Turquía redobló su ayuda militar al gobierno de Trípoli para evitar que cayese ante el avance de las fuerzas de Khalifa Haftar, apoyadas por Rusia, Francia, Emiratos y Egipto. Como recompensa, el 27 de noviembre de 2019, Turquía y el gobierno de Trípoli firmaron un acuerdo para redibujar sus fronteras marítimas que fue criticado por Grecia, Chipre e Israel, dado que pone en peligro la viabilidad del gaseoducto EastMed que pretende exportar el gas israelí a Europa. Dicho acuerdo establecía una zona económica exclusiva entre ambos países que permitiría realizar prospecciones en busca de nuevos yacimientos en el Mediterráneo oriental.

Al mismo tiempo, Turquía se ha distanciado del Egipto de Al-Sisi y ha reforzado sus relaciones con Argelia en un intento de reemplazar a Francia, potencia hegemónica en el Magreb durante la época colonial, como principal socio comercial del país magrebí. Los intercambios comerciales con Argelia superarán este año los 5.000 millones de dólares y Turquía es ya el principal inversor extranjero en el sector de hidrocarburos por delante de China. En su última visita oficial a Argel, el propio Erdogan señaló: “Argelia es la puerta de entrada de Turquía al Magreb y a África”.

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