Primavera Árabe: esperanzas frustradas
Mi último artículo para El País de este 2014 que ahora despedimos trata de repasar lo ocurrido en el mundo árabe desde la caída de Ben Ali: "Primavera Árabe: esperanzas frustradas". Me
hubiera gustado ser algo menos pesimista, pero la situación sobre el
terreno no deja mucho espacio para el optimismo. Esperemos que en el
2015 cambien las tornas. La deliciosa ilustración es de Raquel Marín.
Hace cuatro años la población tunecina protagonizó una revolución
popular en el curso de la cual el presidente Ben Ali fue derrocado. Este
acontecimiento inesperado tuvo efectos inmediatos en una parte
significativa del mundo árabe, donde se registraron diversas réplicas en
forma de movilizaciones antiautoritarias. En algunos casos se
registraron tímidos procesos de apertura democrática, pero en otros se
asistió a una peligrosa espiral de violencia que todavía no ha tocado
fondo.
Transcurrido un tiempo razonable disponemos de la suficiente perspectiva para concluir que las expectativas que generó la primavera árabe
se han visto defraudadas. Si bien es cierto que algunos países han
emprendido una relativamente exitosa transición del autoritarismo hacia
la democracia, como es el caso de Túnez (donde se ha registrado una
transferencia pacífica de poder), lo cierto es que la trayectoria del
resto es cuanto menos preocupante. Algunos han optado por una vuelta de
tuerca autoritaria (como en Egipto, donde un golpe militar desalojó a
los Hermanos Musulmanes del poder) y otros están inmersos en conflictos
por la repartición del poder ante la descomposición estatal (como Libia o
Yemen) o, peor aún, se han enzarzado en guerras civiles con tintes
sectarios (casos de Irak en el pasado y de Siria en la actualidad).
En estos últimos casos, ya no se cumple la máxima weberiana de que el
Estado tiene el monopolio del uso legítimo de la violencia, puesto que
un amplio abanico de actores no estatales se lo disputan (milicias
armadas y grupos yihadistas como el Estado Islámico, el Frente Al Nusra,
Ansar Al Sharía, Ansar Bait Al Maqdis, todos ellos en la órbita de Al
Qaeda). Por tanto, hemos pasado de lo malo conocido (los regímenes
autoritarios) a lo peor por conocer (grupúsculos yihadistas que
pretenden redibujar las fronteras regionales y reinstaurar un califato
islámico por la fuerza de las armas).
Una de las claves para entender el meteórico ascenso de dichos grupos
es la exacerbación de las tensiones sectarias en Oriente Medio,
resultado directo de la lucha por la supremacía regional que libran
entre bastidores Arabia Saudí e Irán, una guerra fría que ha contaminado
a Siria, Irak, Baréin y Yemen (todos ellos con importantes
concentraciones de población chií). El hecho de que sean precisamente
Arabia Saudí e Irán quienes pretendan convertirse en referentes para los
países de la región debería encender todas las alarmas, ya que son dos
teocracias que violan sistemáticamente los derechos humanos más
elementales y persiguen las libertades públicas, donde la igualdad de
género es una quimera y donde todo aquel que eleva la voz o disiente es
perseguido de manera brutal.
La primavera árabe fue una reacción popular ante los
reiterados abusos de los regímenes autoritarios. A pesar de las
diferencias existentes entre los países árabes, la mayoría de ellos se
caracterizan por un déficit de libertades (expresión, reunión o
asociación), una sistemática violación de los derechos humanos (falta de
rendición de cuentas e impunidad), una legislación restrictiva (que
impide o dificulta la formación de asociaciones y partidos políticos),
una patente desigualdad de género (fruto del contexto religioso, pero
también de los valores patriarcales imperantes) y leyes de emergencia o
antiterroristas establecidas con el pretexto de combatir las amenazas
externas (casos de Egipto, Argelia, Siria y Arabia Saudí).

Cuatro años después de la primavera árabe no existen
demasiadas razones para el optimismo. En Egipto se ha experimentado un
retroceso generalizado de las libertades desde la llegada a la
presidencia de Al Sisi. En primer lugar, los Hermanos Musulmanes, la
formación que se impuso en las elecciones legislativas de 2011 y
presidenciales de 2012, han sido desalojados del poder e ilegalizados
bajo la acusación de haberse convertido en un grupo terrorista,
equiparándole, nada más y nada menos, con Al Qaeda. Veinte mil de sus
simpatizantes y dirigentes han sido encarcelados y varios cientos de
ellos ya han sido condenados a muerte, entre ellos sus máximos
responsables. En segundo lugar, se ha aprobado una Ley Antiprotestas
para impedir que vuelvan a repetirse las multitudinarias manifestaciones
de la plaza de Tahrir y 23 activistas, entre ellos conocidos blogueros y
activistas del Movimiento de Jóvenes 6 de Abril, han sido condenados a
elevadas penas de prisión por cuestionarla. Por último, el Ministerio de
Asuntos Sociales y Justicia ha dado un ultimátum a todas las
asociaciones a que se registren conforme a la muy restrictiva Ley de
84/2002, que permite a las autoridades disolver las asociaciones,
bloquear sus fondos e, incluso, encarcelar a sus responsables si
representan una amenaza para la seguridad nacional.
En el caso de Siria e Irak nos encontramos con dos regímenes
sectarios que tratan de instrumentalizar la heterogeneidad religiosa en
su propio beneficio. El conflicto civil que sufren ambos países ha
provocado que diferentes grupos no estatales disputen al poder central
el monopolio del uso legítimo de la violencia. Milicias armadas y grupos
yihadistas se han apoderado de partes significativas del territorio, lo
que en algunas zonas implica la imposición de una retrógrada
interpretación de la ley islámica o sharía y, en ocasiones, la
persecución de las minorías religiosas. Cinco millones de iraquíes se
vieron obligados a abandonar sus hogares en la pasada década como
consecuencia de la guerra sectaria librada entre diferentes milicias
armadas sunníes y chiíes. Esta cifra se ha superado ampliamente en
Siria, donde nueve millones de personas, casi la mitad de la población,
se han convertido en refugiados o desplazados internos. En Irak, los
secuestros, extorsiones y ejecuciones por parte de las milicias armadas,
que muchas veces actúan en connivencia con el poder central, son el pan
de cada día. En Siria, el régimen y algunas milicias armadas practican a
diario crímenes de guerra y de lesa humanidad y la guerra ya ha costado
la vida a 225.000 personas.
La irrupción del Estado Islámico supone un nuevo factor
desestabilizador. Dicho grupo, que controla ocho provincias sirias e
iraquíes y que gobierna a cinco millones de personas, pretende restaurar
un califato islámico. Sus prácticas comprenden flagelaciones,
amputaciones, crucifixiones, torturas y ejecuciones sumarias. No sólo se
aplican a sus enemigos, sino también a quienes beben alcohol, cometen
adulterio o roban. El Estado Islámico ha situado en el punto de mira a
las minorías confesionales con la deportación de cristianos y la
eliminación de los yazidíes, pero también a los propios musulmanes,
puesto que tachan de apóstatas a los chiíes y a todos aquellos que se
atreven a cuestionar su delirante interpretación del islam. En este
sentido merece recordarse que en los últimos meses se han perpetrado
masacres entre varias tribus sunníes que se alzaron contra ellos y
ejecutado a diversos ulemas que se resistieron a jurarles obediencia.
Yemen y Libia, otros dos países donde la primavera árabe prendió y
sus dirigentes fueron desalojados del poder, se han adentrado en una
peligrosa huida hacia ninguna parte como resultado de la descomposición
del poder central. Yemen se enfrenta a una revuelta protagonizada por
los huzíes del norte que se han apoderado de la capital Saná, mientras
que Libia dispone de dos Gobiernos —uno en Trípoli y otro en Tobruz— que
se disputan el poder. En ambos países, las milicias armadas imponen su
ley y Al Qaeda goza de significativas bolsas de apoyo. Las
organizaciones de defensa de los derechos humanos han denunciado
masacres de civiles, así como secuestros, torturas y ejecuciones de
rivales políticos, muchas veces basados en criterios tribales o
sectarios, crímenes que quedan impunes ante la creciente anarquía.
Si bien es cierto que este diagnóstico puede parecer excesivamente
sombrío, también lo es que existe una profunda desafección hacia las
élites dirigentes en el conjunto del mundo árabe que podría servir de
detonante para nuevas movilizaciones populares. No debe olvidarse que el
pan, la libertad y la justicia social que demandaban los manifestantes
hace cuatro años siguen siendo asignaturas pendientes que podrían
traducirse en una segunda ola revolucionaria.
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