Las amistades peligrosas de Qatar

Hace unos días publiqué en El Confidencial este artículo titulado "Las amistades peligrosas de Qatar". Espero que os guste.


Tras una semana de intensa actividad diplomática, la crisis de Qatar permanece enquistada y no existen señales de que vaya a remitir en el corto plazo. Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos se mantienen en sus trece apostando por el aislamiento regional del pequeño emirato del golfo Pérsico y el cierre de su espacio terrestre, marítimo y aéreo está provocando problemas de desabastecimiento. Mientras tanto, la administración norteamericana lanza mensajes confusos, puesto que el inicial respaldo de Trump a la medida contrasta con el ofrecimiento de mediación de su secretario de Estado Rex Tillerson.

Los orígenes de esta crisis deben buscarse en la voluntad del emir Hamad Bin Jalifa al Thani, quien accedió al trono en 1995 y abdicó en 2013, de sentar las bases de una política exterior independiente que escapase de la tradicional tutela de su poderoso vecino: Arabia Saudí, quien interpreta que Qatar, al igual que el resto de petromonarquías vecinas, forman parte de su esfera de influencia. Como el tiempo se ha encargado de evidenciar, esta iniciativa no carecía de riesgos ya que a pesar de ser el primer exportador mundial de gas licuado (lo que le permite ser el país con una mayor renta per cápita: 96.700 dólares en 2014) apenas cuenta con una población de 250.000 qataríes (tan sólo un 10% del total del país).
 Cuando eran aliados. El emir de Qatar y el rey Salmán de Arabia Saudita.
Consciente de la vulnerabilidad del pequeño emirato, el emir Hamad apostó por intensificar sus relaciones con EE UU, país con el que firmó un acuerdo de defensa y al que permitió establecer la estratégica base área de al Udaid. Esta alianza no impidió que Qatar cultivase también unas relaciones cordiales con Irán, con quien comparte la explotación de la mayor bolsa de gas mundial. Al mismo tiempo, el emirato patrocinó la creación en 1996 del canal de televisión Al Jazeera, que en poco tiempo se hizo con una importante audiencia al abordar una serie de temas delicados tradicionalmente censurados en los medios de comunicación públicos árabes. Su consagración definitiva llegaría de la mano de la denominada primavera árabe, aunque también su instrumentalización a favor de los objetivos de la política exterior qatarí.

El alza de los hidrocarburos en la década pasada permitió a Qatar y al resto de integrantes del Consejo de Cooperación del Golfo asumir un protagonismo cada vez mayor en la política árabe pasando de jugar un papel periférico a convertirse en su centro de gravedad. En opinión del profesor Abdullah Baabood, director del Centro de Estudios del Golfo en la Universidad de Qatar, estas monarquías “acumularon más poder blando e inteligente gracias a su situación económica, financiera, mediática e internacional y actuaron más visiblemente dentro de la región de Oriente Medio y el Norte de África mediante la mediación diplomática, las ayudas económicas y el aumento de las inversiones”. De hecho, Qatar emprendió entonces una frenética actividad diplomática en algunos conflictos enquistados como los de Líbano, Sudán, Yemen y Palestina, lo que le permitió salir del anonimato y ganar peso específico.

La primavera árabe obligó a buena parte de los países del golfo Pérsico a revisar su política exterior. Las demandas populares de libertad, dignidad y justicia social representaban una evidente amenaza para estos regímenes de naturaleza autoritaria. De resultar exitosas las transiciones políticas, en muchos casos dirigidas por partidos islamistas como Ennahda en Túnez o los Hermanos Musulmanes en Egipto, la población local podría exigir cambios de calado, entre ellos la introducción de una democracia efectiva y un sistema pluripartidista, lo que supondría un torpedo en la línea de flotación de estas monarquías conservadoras. Se entiende, por lo tanto, que en el exterior adoptaran una agenda contrarrevolucionaria y en el interior se inclinaran por aprobar una serie de medidas orientadas a garantizar la paz social, entre ellas el alza de salarios o el incremento de los subsidios.

La nueva coyuntura fue aprovechada por Qatar para tratar de reforzar su posición erigiéndose de manera paradójica en defensor de los procesos de cambio político. El emir Hamad manifestó en una entrevista a Al Jazeera en plena efervescencia revolucionaria: “¿Qué es lo que convierte a la población en extremistas? El extremismo es el resultado de los gobiernos o líderes tiránicos y dictatoriales que no proveen a su pueblo de justicia ni seguridad. En cambio, si la población puede participar en el proceso político, estoy seguro que este extremismo se transformará en una vida civil y en una sociedad civilizada”. Estas declaraciones pasaban por alto que Qatar no es precisamente un modelo democrático, ya que los miembros de su Consejo Consultivo son elegidos por el propio emir y no existe un sistema pluripartidista.

A partir de 2011, Qatar apostó por una política más intervencionista sirviéndose de sus buenas relaciones con los Hermanos Musulmanes, formación que de la noche a la mañana se convirtió en la gran beneficiada de la caída de Mubarak en Egipto. Esta apuesta generó un choque frontal con Arabia Saudí, que en 2014 incluyó a dicho grupo en su lista de organizaciones terroristas equiparándola a formaciones yihadistas como el autodenominado Estado Islámico. En realidad, esta alianza entre el emirato y la Hermandad no era novedosa, ya que desde hacía décadas, la cadena Al Jazeera había proporcionado un privilegiado altavoz al clérigo egipcio Yusuf al-Qaradawi y el propio emir había ofrecido refugio a Jaled Mashal, máximo dirigente de la organización palestina Hamas.

En el conflicto sirio, Qatar también se distinguió como un fiel aliado de los Hermanos Musulmanes, a quienes permitió controlar las principales plataformas opositoras en el exterior, al mismo tiempo que financió generosamente a diversas formaciones de orientación salafista-yihadista como Ahrar al Sham y, con mucha probabilidad, al propio Frente al Nusra, la franquicia local de Al Qaeda. No es fácil responder a la pregunta de por qué Qatar asumió un papel tan destacado en la crisis siria. Algunos analistas consideran que la posible caída de Bachar al Asad habría permitido llevar a la práctica la construcción de un gaseoducto desde el cual exportar, a precios sumamente competitivos, su gas hacia Europa.

Sea como fuere, estas amistades peligrosas parecen haberle reportado a Qatar más costes que beneficios, ya que han acabado por provocar un choque de trenes de impredecibles consecuencias con Arabia Saudí. Está por ver si las medidas punitivas obligan al emirato a revisar sus políticas o, por el contrario, provocan un efecto contrario al deseado, ya que Qatar podría optar por robustecer sus relaciones con otros países (no sólo Turquía, sino también Rusia o el propio Irán) en respuesta a la hostilidad de sus vecinos.

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