¿Dónde está el campo de la paz israelí?
Empiezo este 2019 con buenos propósitos, entre ellos retomar mi blog que tenía un tanto abandonado. A partir de ahora intentaré subir los artículos que vaya publicando en la prensa, así como mis trabajos académicos. Hoy publico este artículo que apareció en el número de octubre de la revista de El Diario dedicada a "Palestina: sangre y olvido" en el que analizo la evolución del campo de la paz en la escena política israelí. El tema está de plena actualidad, después de que el primer ministro israelí Netanyahu haya convocado las elecciones legislativas el 9 de abril y Avi Gabbay, líder del Partido Laborista, haya anunciado la ruptura de la coalición electoral Unión Sionista ante el fracaso que auguran las encuestas electorales.
El mes de septiembre de 2018 se
conmemoró el vigésimo quinto aniversario del Acuerdo de Oslo, sellado con el
histórico apretón de manos entre el primer ministro israelí Isaac Rabin y el
líder palestino Yaser Arafat ante la atenta mirada del presidente Bill Clinton.
El acuerdo fue aprobado por la mínima en la Knesset gracias al apoyo de 61 de
sus 120 diputados: los 54 que sumaban el campo de la paz integrado por el
Partido Laborista y el izquierdista Meretz más los siete correspondientes a los
partidos árabes que también respaldaron el acuerdo. Esta ajustada victoria
ponía en evidencia la fractura de la sociedad israelí ante el proceso de paz, a
pesar de que el acuerdo no hablaba en ningún momento de un Estado palestino y
tan sólo contemplaba una limitada autonomía para la población bajo la ocupación
durante un periodo interino de cinco años.
Desde 1993 ha llovido mucho y el
laborismo no ha dejado de ceder posiciones, en gran medida por su falta de
definición en torno a las negociaciones con los palestinos y su apoyo a las
políticas unilaterales adoptadas por los gobiernos derechistas del Likud, pero
también como consecuencia de su distanciamiento de sus postulados socialistas y
el abandono de su agenda social. De hecho, en las elecciones legislativas de
2015, el Partido Laborista sólo consiguió 24 escaños (a pesar de que concurrió
en alianza con el centrista Hatnuah de Tzipi Livni). Si les añadimos los otros
cinco alcanzados por el Meretz suman un total de 29 escaños (es decir: 25 menos
que los conseguidos por ambas formaciones en las decisivas elecciones de 1992).
Un respaldo del todo insuficiente para plantar cara a Netanyahu y constituirse
en alternativa de gobierno al Likud.

La travesía del desierto del
Partido Laborista empezó con el asesinato de Rabin por un colono extremista en
1995 y se agudizó con el fracaso de las negociaciones de Camp David en el año
2000. Tras el estallido de la Intifada del Aqsa, los laboristas se consagraron
a la tarea de convencer a la opinión pública israelí, y también a la internacional,
de que Arafat había rechazado “la oferta más generosa posible” y había
desencadenado el levantamiento palestino para tratar de obtener nuevas
concesiones. Del ‘territorio a cambio de paz’ se pasó a ‘Israel no tiene
interlocutor’, dando argumentos a Sharon y a sus sucesores para congelar
definitivamente las negociaciones, vaciar de contenido a la Autoridad Palestina
e intensificar la construcción de asentamientos.
La idea laborista de que Israel no tiene interlocutor en
el bando palestino ha tenido unos efectos sumamente perniciosos, ya que ha
servido para poner en práctica una política de carácter unilateral en la que
los palestinos se han convertido en meros convidados de piedra. Así, Sharon
recurrió a ella para erigir primero el muro de separación a partir de 2002 y,
posteriormente, para justificar la evacuación de la Franja de Gaza en 2005.
Como no se puede confiar en los palestinos –ni en Fatah ni mucho menos en Hamas–,
Israel debe perpetuar la ocupación y acentuar la colonización para garantizarse
unas condiciones ventajosas en un eventual acuerdo. La única opción, desde esta
perspectiva, es la imposición de un acuerdo a los palestinos, un acuerdo no
basado en la legalidad internacional ni tampoco en las resoluciones de las
Naciones Unidas, sino en los intereses nacionales israelíes, lo que pasa por
anexar los bloques de asentamientos ilegalmente erigidos durante el medio siglo
pasado, convertir a Jerusalén en capital eterna e indivisible del Estado hebreo
y mantener el control del valle del Jordán y también de los recursos hídricos
palestinos aludiendo a supuestas cuestiones securitarias. Este es, en líneas
generales, el consenso que mantienen la mayoría de fuerzas sionistas y que
comparten a pies juntillas el gobernante Likud y el opositor Partido Laborista.
Desde que Ehud Barak abandonase el gobierno en 2001, el
Partido Laborista atraviesa una peligrosa crisis de liderazgo, como evidencia
el hecho de que haya cambiado hasta cinco ocasiones de secretario general en el
curso de la última década. Avi Gabbay, su actual líder, considera que “si no
hay dos Estados para dos pueblos, entonces habrá un solo Estado con mayoría árabe”
por lo que “debemos separarnos de los palestinos por nuestro bien y el de nuestros
hijos”. En lo que respecta al futuro de Jerusalén y los asentamientos cuesta
diferenciar las posiciones del dirigente laborista y de los partidos
nacionalistas. Gabbay ha señalado que “un Jerusalén unido es incluso más
importante que la paz” y ha considerado la evacuación de asentamientos como “poco
práctica y poco realista”. En el caso de que los palestinos no acepten un
acuerdo basado en los términos fijados por Israel, el dirigente es partidario
“de adoptar todas las medidas unilaterales necesarias para garantizar que
Israel se mantenga por siempre como el hogar del pueblo judío”.
El declive del laborismo ha corrido paralelo al del
izquierdista Meretz, que reclama la congelación de la construcción de
asentamientos y el establecimiento de un Estado palestino soberano en los
territorios ocupados militarmente desde la guerra de los Seis Días en 1967. De
hecho, se da la circunstancia de que el exdirigente laborista Yossi Beilin, uno
de los más firmes defensores de las negociaciones con los palestinos, se hizo
con el control del partido en 2004 para tratar de situar al proceso de paz en
el centro del debate político, aunque sin excesivo éxito ya que la formación
sólo obtuvo cinco escaños en las elecciones de 2006 (muy lejos de los 12
escaños alcanzados en 1992 por la histórica dirigente izquierdista Shulamit
Aloni). Incluso el antaño influyente movimiento Paz Ahora, que llegó a
movilizar a cientos de miles de personas contra la invasión de Líbano en 1982 o
el asesinato de Rabin en 2005, apenas es capaz de reunir hoy en día a unos
pocos cientos de personas cuando convoca protestas contra las operaciones
militares israelíes contra Gaza.
El principal éxito de Netanyahu es haber convencido a la
sociedad israelí de que, hoy por hoy, no se dan las condiciones para alcanzar
un acuerdo definitivo con los palestinos. Según el último informe del Peace
Index, elaborado por el Israel Democracy Institute desde el año 1994, sólo un
7% de los israelíes considera que las negociaciones con los palestinos deberían
ser la máxima prioridad del gobierno (frente al 22% que interpreta que debería centrarse
en combatir la brecha socio-económica o al 16% que prefiere que se combata la
corrupción gubernamental).
Desde hace años, el Peace Index detecta un empate técnico
entre los partidarios y contrarios a la creación de un Estado palestino. En su
encuesta de agosto de 2018, un 47% apoya la fórmula de los dos Estados por un
46% que la rechaza. Por posición ideológica, el sector de izquierda es el más
favorable con un respaldo del 91,5% seguido del centro con un 70%, mientras que
sólo el 25% de la derecha lo apoya. Por edad, son los mayores de 55 años los
que más se inclinan por esta fórmula mientras que sólo un 32% de los menores de
35 la apoya, lo que sin duda es un dato preocupante de cara a un futuro. Más
interesante aún son las líneas rojas de cualquier futuro acuerdo, ya que se
detecta una importante oposición a la liberación de prisioneros (81%), a reconocer
el daño provocado a los palestinos (77%), a declarar a Jerusalén Este capital
de Palestina (75%) o a desmantelar los asentamientos (71%).
Todo ello parece indicar que la sociedad israelí tan sólo
está dispuesta a secundar un eventual acuerdo con los palestinos en el caso de
que tenga un coste cero y respete las líneas rojas fijadas por los partidos
sionistas: Jerusalén como capital unida e indivisible, anexión de los
principales bloques de asentamientos, control israelí de las fronteras y
desmilitarización del futuro Estado, condiciones difícilmente asumibles para la
Autoridad Palestina.
él analizo la evolución del campo de la paz israelí
El pasado mes de septiembre se
conmemoró el vigésimo quinto aniversario del Acuerdo de Oslo, sellado con el
histórico apretón de manos entre el primer ministro israelí Isaac Rabin y el
líder palestino Yaser Arafat ante la atenta mirada del presidente Bill Clinton.
El acuerdo fue aprobado por la mínima en la Knesset gracias al apoyo de 61 de
sus 120 diputados: los 54 que sumaban el campo de la paz integrado por el
Partido Laborista y el izquierdista Meretz más los siete correspondientes a los
partidos árabes que también respaldaron el acuerdo. Esta ajustada victoria
ponía en evidencia la fractura de la sociedad israelí ante el proceso de paz, a
pesar de que el acuerdo no hablaba en ningún momento de un Estado palestino y
tan sólo contemplaba una limitada autonomía para la población bajo la ocupación
durante un periodo interino de cinco años.
Desde 1993 ha llovido mucho y el
laborismo no ha dejado de ceder posiciones, en gran medida por su falta de
definición en torno a las negociaciones con los palestinos y su apoyo a las
políticas unilaterales adoptadas por los gobiernos derechistas del Likud, pero
también como consecuencia de su distanciamiento de sus postulados socialistas y
el abandono de su agenda social. De hecho, en las elecciones legislativas de
2015, el Partido Laborista sólo consiguió 24 escaños (a pesar de que concurrió
en alianza con el centrista Hatnuah de Tzipi Livni). Si les añadimos los otros
cinco alcanzados por el Meretz suman un total de 29 escaños (es decir: 25 menos
que los conseguidos por ambas formaciones en las decisivas elecciones de 1992).
Un respaldo del todo insuficiente para plantar cara a Netanyahu y constituirse
en alternativa de gobierno al Likud.
La travesía del desierto del
Partido Laborista empezó con el asesinato de Rabin por un colono extremista en
1995 y se agudizó con el fracaso de las negociaciones de Camp David en el año
2000. Tras el estallido de la Intifada del Aqsa, los laboristas se consagraron
a la tarea de convencer a la opinión pública israelí, y también a la internacional,
de que Arafat había rechazado “la oferta más generosa posible” y había
desencadenado el levantamiento palestino para tratar de obtener nuevas
concesiones. Del ‘territorio a cambio de paz’ se pasó a ‘Israel no tiene
interlocutor’, dando argumentos a Sharon y a sus sucesores para congelar
definitivamente las negociaciones, vaciar de contenido a la Autoridad Palestina
e intensificar la construcción de asentamientos.
A partir de 2011, el Partido
Laborista se integró en varios gobiernos de coalición en los que jugó el papel
de comparsa del Likud o Kadima, que trataron de desactivar los Acuerdos de Oslo
y golpearon una vez tras otra a la Autoridad Palestina. Tras imponerse a Simón
Peres en las elecciones primarias, Amir Peretz asumió el puesto de Ministro de
Defensa en el gobierno de Ehud Olmert. Como máximo responsable de las fuerzas
armadas, el exsindicalista dirigió las campañas militares contra la Franja de
Gaza y Líbano en 2006 que segaron la vida de miles de civiles. Fruto de esta
errática política, el Partido Laborista fue perdiendo el respaldo de sus
tradicionales votantes hasta tocar fondo en las elecciones de 2009, cuando tan
sólo logró 13 escaños (muy lejos de los 56 que consiguió Golda Meir en 1969 o
de los 44 que Rabin cosechó en 1992) siendo incapaz de superar, por primera vez
en su historia, el umbral del 10% de los votos. Desde entonces, el partido sigue
sin encontrarse con su electorado tradicional, que en las últimas citas
electorales le ha dado la espalda y se ha inclinado por formaciones centristas
como Yesh Atid o Kulanu.
La idea laborista de que Israel no tiene interlocutor en
el bando palestino ha tenido unos efectos sumamente perniciosos, ya que ha
servido para poner en práctica una política de carácter unilateral en la que
los palestinos se han convertido en meros convidados de piedra. Así, Sharon
recurrió a ella para erigir primero el muro de separación a partir de 2002 y,
posteriormente, para justificar la evacuación de la Franja de Gaza en 2005.
Como no se puede confiar en los palestinos –ni en Fatah ni mucho menos en Hamas–,
Israel debe perpetuar la ocupación y acentuar la colonización para garantizarse
unas condiciones ventajosas en un eventual acuerdo. La única opción, desde esta
perspectiva, es la imposición de un acuerdo a los palestinos, un acuerdo no
basado en la legalidad internacional ni tampoco en las resoluciones de las
Naciones Unidas, sino en los intereses nacionales israelíes, lo que pasa por
anexar los bloques de asentamientos ilegalmente erigidos durante el medio siglo
pasado, convertir a Jerusalén en capital eterna e indivisible del Estado hebreo
y mantener el control del valle del Jordán y también de los recursos hídricos
palestinos aludiendo a supuestas cuestiones securitarias. Este es, en líneas
generales, el consenso que mantienen la mayoría de fuerzas sionistas y que
comparten a pies juntillas el gobernante Likud y el opositor Partido Laborista.
Desde que Ehud Barak abandonase el gobierno en 2001, el
Partido Laborista atraviesa una peligrosa crisis de liderazgo, como evidencia
el hecho de que haya cambiado hasta cinco ocasiones de secretario general en el
curso de la última década. Avi Gabbay, su actual líder, considera que “si no
hay dos Estados para dos pueblos, entonces habrá un solo Estado con mayoría árabe”
por lo que “debemos separarnos de los palestinos por nuestro bien y el de nuestros
hijos”. En lo que respecta al futuro de Jerusalén y los asentamientos cuesta
diferenciar las posiciones del dirigente laborista y de los partidos
nacionalistas. Gabbay ha señalado que “un Jerusalén unido es incluso más
importante que la paz” y ha considerado la evacuación de asentamientos como “poco
práctica y poco realista”. En el caso de que los palestinos no acepten un
acuerdo basado en los términos fijados por Israel, el dirigente es partidario
“de adoptar todas las medidas unilaterales necesarias para garantizar que
Israel se mantenga por siempre como el hogar del pueblo judío”.
El declive del laborismo ha corrido paralelo al del
izquierdista Meretz, que reclama la congelación de la construcción de
asentamientos y el establecimiento de un Estado palestino soberano en los
territorios ocupados militarmente desde la guerra de los Seis Días en 1967. De
hecho, se da la circunstancia de que el exdirigente laborista Yossi Beilin, uno
de los más firmes defensores de las negociaciones con los palestinos, se hizo
con el control del partido en 2004 para tratar de situar al proceso de paz en
el centro del debate político, aunque sin excesivo éxito ya que la formación
sólo obtuvo cinco escaños en las elecciones de 2006 (muy lejos de los 12
escaños alcanzados en 1992 por la histórica dirigente izquierdista Shulamit
Aloni). Incluso el antaño influyente movimiento Paz Ahora, que llegó a
movilizar a cientos de miles de personas contra la invasión de Líbano en 1982 o
el asesinato de Rabin en 2005, apenas es capaz de reunir hoy en día a unos
pocos cientos de personas cuando convoca protestas contra las operaciones
militares israelíes contra Gaza.
El principal éxito de Netanyahu es haber convencido a la
sociedad israelí de que, hoy por hoy, no se dan las condiciones para alcanzar
un acuerdo definitivo con los palestinos. Según el último informe del Peace
Index, elaborado por el Israel Democracy Institute desde el año 1994, sólo un
7% de los israelíes considera que las negociaciones con los palestinos deberían
ser la máxima prioridad del gobierno (frente al 22% que interpreta que debería centrarse
en combatir la brecha socio-económica o al 16% que prefiere que se combata la
corrupción gubernamental).
Desde hace años, el Peace Index detecta un empate técnico
entre los partidarios y contrarios a la creación de un Estado palestino. En su
encuesta de agosto de 2018, un 47% apoya la fórmula de los dos Estados por un
46% que la rechaza. Por posición ideológica, el sector de izquierda es el más
favorable con un respaldo del 91,5% seguido del centro con un 70%, mientras que
sólo el 25% de la derecha lo apoya. Por edad, son los mayores de 55 años los
que más se inclinan por esta fórmula mientras que sólo un 32% de los menores de
35 la apoya, lo que sin duda es un dato preocupante de cara a un futuro. Más
interesante aún son las líneas rojas de cualquier futuro acuerdo, ya que se
detecta una importante oposición a la liberación de prisioneros (81%), a reconocer
el daño provocado a los palestinos (77%), a declarar a Jerusalén Este capital
de Palestina (75%) o a desmantelar los asentamientos (71%).
Todo ello parece indicar que la sociedad israelí tan sólo
está dispuesta a secundar un eventual acuerdo con los palestinos en el caso de
que tenga un coste cero y respete las líneas rojas fijadas por los partidos
sionistas: Jerusalén como capital unida e indivisible, anexión de los
principales bloques de asentamientos, control israelí de las fronteras y
desmilitarización del futuro Estado, condiciones difícilmente asumibles para la
Autoridad Palestina.
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