El puzle yemení




Yemen ha sido el enésimo país árabe en hundirse en el caos, aunque probablemente no será el último. La fatal combinación de colapso estatal, vacío de poder, demandas federalistas, fracturas tribales, movimientos separatistas, irrupción yihadista, corrupción sistémica e intervención foránea han llevado a Yemen a la encrucijada en la que ahora se encuentra. El establecimiento de una coalición regional, capitaneada por Arabia Saudí y respaldada por Estados Unidos, contra los rebeldes húzies, que dominan buena parte del país, no sólo no estabilizará la situación, sino que a buen recaudo contribuirá a su agravamiento. Para entender la situación actual es necesario remitirse a la Primavera Árabe, cuando las movilizaciones populares provocaron una salida pactada de Abdullah Saleh, quien había dirigido los destinos del país desde la unificación de los dos Yémenes en 1990. Durante su larga presidencia, Saleh tejió una eficaz red de alianzas por medio de la cual cooptó a los principales líderes tribales. También impuso un férreo control sobre el Congreso General del Pueblo, que dominó la escena política, y sobre las Fuerzas Armadas, un elemento clave para garantizar la unidad territorial amenazada por los grupos secesionistas y el irredentismo yihadista. Además de personalista, Saleh fue un dirigente autoritario que estableció uno de los regímenes más corruptos del mundo árabe, lo que no es poco si tenemos en cuenta el abultado historial de latrocinio de los Mubarak, Ben Ali y Asad.

La caída en desgracia de Saleh creó un vacío de poder que ningún actor fue capaz de llenar. El nuevo presidente Abd Rabboh Mansur Hadi carecía del carisma suficiente y de los respaldos necesarios para asentar su autoridad. Desde el norte, los rebeldes de Ansar Allah, más conocidos como húzies, aprovecharon el proceso constituyente para plantear sus reivindicaciones de corte federalista, que contaban con un sólido respaldo entre la minoría zaidí, una rama del Islam chií que representa el 30% de la población y que ha sido sistemáticamente discriminada por el poder central. Ante la debilidad presidencial, los húzies iniciaron una fulgurante expansión territorial que les llevó a extender su autoridad desde su feudo norteño de Saada hasta la propia capital Sanaa. Todo ello con el inestimable apoyo ofrecido por Saleh y un sector del Ejército, algo que evidencia que no se trata de una mera lucha sectaria.
 
Pero Ansar Allah no es el único actor no estatal que combate en Yemen, ya que en el sur existe Al Hirak Al Yanubi, un grupo secesionista con base en la costera ciudad de Adén que pretende independizarse del norte. El país también cuenta con una relevante presencia de militantes yihadistas, en particular de Al Qaeda en la Península Arábiga, que el pasado mes de enero reivindicó el atentado contra el semanario satírico Charlie-Hebdo en París. Recientemente, el propio Estado Islámico ha irrumpido con fuerza con los ataques contra varias mezquitas chiíes de la capital que se saldaron con la muerte de 150 personas. Este cuadro quedaría incompleto sin referirnos al Islah, la rama yemení de los Hermanos Musulmanes, que cuenta con importantes respaldos sociales y que dirige un frente sunní anti-húzi.

La caída de Sanaa en manos de los húzies el pasado verano encendió todas las alarmas entre los vecinos del golfo Pérsico y, en particular, Arabia Saudí, país que libra una guerra fría con Irán por la hegemonía regional. La captura del palacio presidencial y la disolución de gobierno fueron seguidas de la huida del presidente Hadi a Adén y el avance húzi hacia dicha ciudad, gota que colmó el vaso. Arabia Saudí interpretó entonces que el país no podía quedar bajo el control de una minoría chií próxima a Irán, por lo que activó una coalición integrada por los miembros del Consejo de Cooperación de Golfo (a excepción de Omán) y otros aliados del bloque árabe conservador (entre ellos Egipto, Jordania, Marruecos y Sudán). El 25 de marzo se lanzaron los primeros ataques aéreos contra los húzies en el marzo de la operación Tormenta Decisiva y, en la actualidad, no se descarta una invasión terrestre si las circunstancias lo aconsejaran.

Yemen se ha convertido, por lo tanto, en un nuevo frente de la guerra fría que Arabia Saudí e Irán libran por el control de la región y que tiene en Siria e Irak otros de sus escenarios. En realidad, esta tensión saudí-iraní no es nueva, sino que arranca prácticamente con la misma Revolución Islámica en 1979 que consagra en el poder a una corriente chií revolucionaria y antiimperialista que supone una evidente amenaza para la vertiente wahhabí ultraconservadora y aliada de EEUU representada por Arabia Saudí.

Este enfrentamiento se intensificó a consecuencia de la invasión de Irak en 2003 y de la nefasta gestión posterior, que encendió la llama del sectarismo en toda la región. El progresivo distanciamiento de Oriente Medio por parte de EEUU ha creado un enorme vacío de poder que ha sido llenado por Irán y Arabia Saudí. Mientras que la primera ha sido capaz de extender su influencia a Líbano, Siria, Irak y, ahora, Yemen, la segunda no ha dejado de ceder terreno. El reciente acuerdo entre EEUU (y el resto de integrantes de G5+1) e Irán para frenar el programa nuclear a cambio de levantar las sanciones evidencia que Irán es una potencia en ascenso cuya intervención es clave para estabilizar la zona, mientras que Arabia Saudí corre el riesgo de quedar relegada a un segundo plano, algo a lo que no se resignará fácilmente tal y como demuestra su intervención en Yemen.

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