El conflicto sirio: rehén de la geopolítica internacional

A pesar de la indiferencia de la comunidad internacional, la guerra en Siria se ha recrudecido en las últimas semanas con el asalto final sobre la provincia de Idlib, al norte de Siria, a la postres el último bastión rebelde. Como resultado de la ofensiva liderada por las fuerzas de Bashar al-Asad y Rusia, más de 500.000 personas se han visto forzadas a abandonar, algunos por tercera o cuarta vez, sus hogares para intentar encontrar un refugio seguro, labor imposible en tanto y en cuanto las fronteras sirio-turcas están herméticamente selladas. Hace unos meses publiqué este artículo en el IEMed Mediterranean Yearbook 2019 titulado  The Syrian Conflict: A Hostage to Geopolitics. Aquí os dejo algunos de sus extractos, sobre todo los referidos a la política de EEUU y Rusia hacia el conflicto.

A las tensiones regionales se añade un escenario internacional cambiante en el que Estados Unidos parece estar de salida de Oriente Medio mientras que Rusia intenta retornar con fuerza. Las intervenciones militares en Afganistán e Iraq en el marco de la guerra global contra el terrorismo declarada por George W. Bush tras el 11-S se saldaron con sendos fracasos, de ahí que Barack Obama fuera renuente a involucrarse activamente en las turbulentas aguas de Oriente Medio. Tras el estallido de la guerra siria, la administración estadounidense siguió una política ambivalente condenando la represión de Bashar al-Asad, pero negándose a ofrecer la tecnología militar requerida por los rebeldes para repeler los devastadores ataques aéreos del régimen. Ni tan siquiera el empleo de armas químicas contra la Guta en verano de 2013, considerada una línea roja por el propio Obama, modificó esta posición. El punto de inflexión lo marcó la proclamación, durante el verano de 2014, del califato yihadista por parte del EI. A partir de entonces se estableció una coalición internacional para frenar a dicho movimiento y se intensificó la ayuda militar a las YPG (Unidades de Defensa Popular kurdas), que componen la columna vertebral de las denominadas Fuerzas Democráticas Sirias (FDS) que le derrotaron sobre el terreno.

Tras su llegada a la Casa Blanca, Donald Trump dio sobradas muestras de su voluntad de concertarse con Rusia para combatir al EI y encontrar una salida al conflicto sirio. El 11 de noviembre de 2017 declaró: “Podemos salvar muchas, muchas, muchas vidas haciendo un trato con Rusia sobre Siria”. Hoy en día, la administración norteamericana parece haber dejado a Siria en un segundo plano y concentrar todas sus energías en Irán. En verano de 2018, Estados Unidos se retiró del acuerdo nuclear alcanzado tres años antes por el G5+1 y, un año después, impuso nuevas sanciones económicas contra el régimen iraní, al que acusa de desestabilizar Oriente Medio por medio de su injerencia en Siria, Irak, Yemen y Líbano, a través de sus proxies o aliados locales. El restablecimiento de las sanciones forma parte de una estrategia de mayor alcance que pasa por aplicar la máxima presión al régimen iraní para asfixiarle económicamente, lo que, según los cálculos de Trump, le obligaría a renegociar el acuerdo desde una posición de debilidad lo que, según esta lógica, le llevaría a presentar notables concesiones.

Además, debe tenerse en cuenta que Washington no dispone de los recursos suficientes para imponer una pax americana en Siria. A pesar de que el presidente Donald Trump haya amagado en varias ocasiones con la retirada de los 2.000 efectivos norteamericanos desplegados en el noreste del país, lo cierto es que la carta kurda es la única que puede jugar en el futuro para influir en la posguerra siria. Las tropas americanas se encuentran desplegadas en la ribera oriental del río Éufrates que se encuentra bajo control de las YPG. Las milicias kurdas han aprovechado la lucha contra el EI no sólo para imponer su autoridad sobre Afrin, Kobane y la Yazira, los tres cantones del Rojava (el Kurdistán sirio), sino también para extenderse a otras zonas predominantemente árabes como Raqqa, que fuera capital del efímero califato yihadista, y, así, controlar los principales pozos de petróleo y gas del país, vitales para garantizar la subsistencia de la autonomía kurda. Con este movimiento, EEUU intenta repetir la jugada que puso en práctica en Iraq en 1991, cuando impuso zonas de exclusión aérea para impedir cualquier intento del régimen iraquí de recuperar militarmente el Kurdistán iraquí. Esta estrategia es considerada por el régimen sirio y sus aliados como una violación fragrante de su soberanía que pone en tela de juicio su integridad territorial. Así las cosas, Trump podría conformarse con una pax rusa que ponga fin al conflicto siempre que se respeten sus intereses, entre ellos que Irán retire sus efectivos del país árabes y que Rojava disfrute de una amplia autonomía.

Todo ello nos lleva a concluir que el único actor internacional con capacidad para imponer una solución política al conflicto sirio es Rusia, una solución que, obviamente, no será ecuánime y que implicará la perpetuación de Bashar al-Asad en el poder. Desde que en septiembre de 2015 decidió intervenir para evitar el colapso del régimen, el peso específico de Moscú no ha dejado de crecer en Siria y en el conjunto de Oriente Medio. La intervención rusa marcó un antes y un después en el conflicto, ya que desde entonces las fuerzas gubernamentales han ido recuperando buena parte del territorio perdido hasta llegar a controlar dos terceras partes del país, quedando el tercio restante en manos de las YPG protegidas por EEUU y, en menor medida, de las heterogéneas facciones rebeldes (que van desde el yihadista Frente de la Victoria del Levante hasta el recién constituido Frente de Liberación Nacional).

El conflicto sirio ha permitido a Rusia retornar a Oriente Medio, una zona de gran relevancia desde el punto de vista geoestratégico, y reclamar su protagonismo en la escena internacional. Conviene recordar que Moscú tiene dos importantes bases militares en territorio sirio: la más relevante es la naval de Tartus, la única de la que dispone la flota rusa en todo el mar Mediterráneo, pero también ha aprovechado la coyuntura para construir la base aérea de Humaimin, las más grande fuera de su territorio. Además, compañías estatales rusas como Soyuzneftegaz han obtenido jugosos contratos para explotar las reservas de hidrocarburos sirios durante las próximas décadas y Moscú confía en tomar parte en el proceso de reconstrucción del país que, paradójicamente, su propia aviación ha ayudado a destruir con sus bombardeos sistemáticos sobre las zonas rebeldes. Esta conjunción de factores hace que Siria se haya convertido prácticamente en un asunto de seguridad nacional para el presidente Vladimir Putin.

Rusia no sólo ha intervenido militarmente, sino que también ha patrocinado las negociaciones de Astaná. Allí donde fracasó la ONU, Moscú ha conseguido ciertos éxitos como la implantación de zonas de desescalada que, a pesar de los reiterados incumplimientos, han contribuido a apaciguar el conflicto. Además, ha conseguido que Irán y Turquía, dos actores clave en la zona que tienen desplegados efectivos militares en territorio sirio, secunden esta estrategia y patrocinen las conversaciones celebradas en la capital kazaja. La Cumbre de Sochi del 22 de noviembre de 2017 evidenció la sintonía entre Moscú, Teherán y Ankara en torno a la hoja de ruta para poner fin al conflicto sirio.

Rusia, también, mantiene unas estrechas relaciones con Israel, cuya mayor prioridad es evitar que Irán disponga de una presencia militar permanente en el país vecino para lo que ha lanzado frecuentes ataques contra las bases de la Guardia Republicana y sus depósitos de armas. De hecho, Rusia también estaría interesada en limitar la influencia iraní en la Siria de posguerra para acercarse a las petromonarquías del Golfo y, en particular, a Arabia Saudí, el principal rival regional de Irán, cuya contribución económica puede ser clave en el proceso de reconstrucción. Putin es plenamente consciente de que, para que la pax rusa sea exitosa, necesita el apoyo tanto de Israel como de EEUU, cuyos intereses deberán ser tenidos en cuenta. Las dos principales líneas rojas de Moscú son el mantenimiento de Asad en el poder y la preservación de la integridad territorial siria. Todo lo demás es negociable.

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