Estado laico, sociedad confesional
Esta semana hemos incluido en el blog algunos fragmentos de los capítulos del libro Sociedad civil y contestación en Oriente Medio y el Norte de África, recientemente editado por la Fundación CIDOB. Hoy incluyo la reflexión sobre el Estado laico y la sociedad confesional que hace Ignacio Gutiérrez de Terán, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid en su capítulo "La cuestión étnica y confesional y sus efectos en la sociedad civil árabe".
"La pervivencia del “confesionalismo
social”, representada entre otras cosas por la vigencia del código de familia, ha
agudizado la disfunción del Estado como garante de la igualdad necesaria entre
todos los individuos. Además, en aquellos lugares donde los sistemas políticos
han adoptado una actitud oficialmente secularizadora y han abogado por una
interpretación, peculiar por otra parte, del laicismo, se ha producido un
desequilibro y contradicción palpables entre lo que se supone que el Estado es
y lo que en efecto hace. El ejemplo de las llamadas repúblicas socialistas
árabes es ciertamente ilustrativo: si, por un lado, los gobernantes abogaron,
en especial durante los sesenta y setenta del siglo pasado, por textos constitucionales
seculares, la exclusión de los referentes y símbolos religiosos de los ámbitos de
poder y la rehabilitación del papel laboral y social de la mujer, lo cierto es
que nunca se renunció a la inserción del islam como elemento distintivo y cohesionador
de la nación ni se abandonó la convicción de que la religión islámica resultaba
axial para el panarabismo. Esta ideología, en efecto, ya quedara plasmada en
los postulados del presidente egipcio Gamal Abdel Naser, ya en los de los
teóricos del partido Baaz, Michel Aflaq o Salah al-Bitar, consideraba que el
islam, lejos de constituir un escollo, aportaba un ingrediente de activación
social. Así, regímenes baazistas como el iraquí aquilataron una imagen ficticia
de sociedad secular, bajo la férula de un Estado que se ha caracterizado
siempre por un desprecio absoluto de los derechos humanos y la persecución
implacable de toda disidencia ya fuera religiosa, izquierdista o de cualquier
otro signo. Nos hallábamos ante una simbiosis particular entre una supuesta
ideología “revolucionaria” y un corpus doctrinal religioso, asumible porque,
también, incluía elementos revolucionarios o susceptibles de convertirse en
revolucionarios.

Para no exacerbar a
los sectores más tradicionalistas o, mejor, representar mejor su empatía con el
acervo islámico, regímenes como el Baaz, imbuidos de la herencia de la
tradición otomana, mantuvieron la tónica del código de familia, reduciendo, eso
sí, los apartados que pudieran resultar más nocivos para la mujer o las
minorías confesionales. La contención de la expresión pública del factor
religioso no significó que los referentes principales del sistema, el texto
constitucional o los actos del dirigente máximo (participación en rezos
públicos, peregrinaciones, discursos acerca de los valores espirituales, etc.),
hubieran sufrido un profundo proceso de desacralización. A pesar de las
apariencias de compromiso laico, los Estados socialistas árabes nunca, ni
siquiera en los momentos álgidos del secularismo, en los sesenta y setenta, cortaron
amarras con el factor religioso. De ahí que algunas hayan categorizado a
regímenes como el argelino de pseudo islamistas, porque siguieron cultivando
los códigos de familia y un discurso islámico (HANUNE, 1996: 112-116). Otro
factor de gran significación para nosotros es el hecho de que la obsesión
represiva de estos regímenes, traducida en perennes leyes de emergencia, ha
dejado la mezquita, la iglesia y las instituciones religiosas como únicos
lugares donde canalizar un remedo de sociedad civil. De este modo paradójico,
regímenes como el libio, el iraquí, el argelino o el sirio han alimentado una
polarización confesional de la sociedad; y no por la adopción de medidas
supuestamente contrarias a la religión sino por la manipulación descarada de
esta.
Siguiendo con lo
anterior, no resulta demasiado complicado analizar las supuestas
contradicciones de otros sistemas políticos árabes y su -en apariencia-
desconcertante relación con el factor religioso. Siria, por citar otro ejemplo,
ha tendido a considerarse un país laico; sin embargo, la constitución establece
que el presidente ha de ser musulmán y consagra el sistema del código de
familia [...]. Paradójicamente, un
Estado que se proclama laico, pero aplica la consabida estratificación en
virtud de alineamientos confesionales, persigue como delito el discurso
“confesionalista” o la referencia a datos estadísticos sobre los miembros de
una confesión u otra. Algunos activistas de reconocido prestigio –y
credenciales secularizadoras-, como Michel Kilo, han sufrido cárcel por publicar
artículos donde se “incita al confesionalismo” –todo por haber expresado en
público una verdad incontestable: el régimen utiliza el clientelismo
confesional para reforzar sus bases de poder-. Por otro lado, y al igual que en el vecino Iraq, el
régimen sirio ha utilizado la plasmación pública de la religiosidad de sus
líderes para reforzar sus recurso de legitimación. Recuérdense las imágenes de
Hafez al-Asad y familiares en la peregrinación a La Meca o las fotos de su hijo
Bachar, presidente desde 2000, rezando en las mezquitas en la oración del
viernes; o las recientes regulaciones que permiten el uso del velo en espacios
públicos (en concreto por parte de las profesoras de primaria y secundaria) y
la implicación de destacados ulemas oficialistas en la defensa del régimen y la
reprobación de las manifestaciones. En definitiva, el confesionalismo social ha
supuesto para estos Estados, lo mismo que el tribalismo o el militantismo
religioso para otros, un mecanismo con el que tratar de compensar su falta de
apoyo popular (KILO, 2011). Una confesionalización que, en el plano del activismo
social, se ha visto reforzada por el radicalismo panarabista, el cual, al negar
la identidad étnica distinta de lo árabe, ha impulsado al individuo hacia el
cobijo de las comunidades religiosas (GALIUN, s.d.: 202).
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