Democracia y geopolítica

Santiago Alba vuelve a reflexionar, esta vez en las páginas de Cuarto Poder, sobre la deriva del mundo árabe tras las revueltas antiautoritarias. En "Democracia y autoritarismo" concluye que los pueblos árabes apenas han avanzado en sus agenda de cambios y que sus demandas de "pan, libertad y justicia social" tendrán que seguir esperando por ahora.
 
" (...) La llamada “primavera árabe” fue también, o sobre todo, una protesta visceral de los pueblos contra el cepo geoestratégico en el que llevaban un siglo atrapados. Nadie podía esperar, desde luego, que los movimientos populares abolieran sus severas leyes, pero sí que introdujeran en ellas desplazamientos significativos que relajaran su yugo y permitieran márgenes mayores de soberanía y democracia; es decir, de autodeterminación. Casi tres años después, podemos decir que se han producido enormes cambios, sí, en un orden estratégico que, sin embargo, mantiene inalterada -o incluso aumentada- su mordaza. La geo-estrategia (es decir, la derecha) se lo come todo. Los pueblos retroceden. De hecho retroceden hasta el punto de que, bajo la presión geopolítica, es cada vez más difícil reconocerlos. Lo que comenzó siendo claramente una guerra de los pueblos contra los regímenes, hoy se ha convertido -según la certera expresión de Vincent Geisser- en “una guerra de pueblos contra regímenes, de pueblos contra pueblos y de regímenes contra regímenes”.
 
Pero los cambios son indudables y tienen que ver sobre todo con el debilitamiento de los EEUU y el retorno de una volatilidad geopolítica que pone fin -20 años después- a la Guerra Fría para restablecer, como en la primera guerra mundial, una dinámica de luchas inter-imperialistas en las que la democracia sólo puede salir perdiendo. No hay ya bloques ni ideologías y las alianzas tácticas más extravagantes se suceden en la región a un ritmo vertiginoso. Pero EEUU ya no manda o al menos no se siente cómodo en su posición hegemónica. Fijémonos en algunos indicios. Arabia Saudí muestra claramente su rechazo a la política estadounidense en relación con Siria y con Irán renunciando a su asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU y financiando los grupos yihadistas más radicales. El ejército egipcio da un golpe de Estado contra los Hermanos Musulmanes, apoyado por Arabia Saudí, Israel y Siria, y EEUU tiene que “tragárselo” y negociar e incluso aceptar el acercamiento entre Moscú y El Cairo. Israel protesta por las negociaciones de EEUU con Irán y miembros de su gobierno declaran que ya no es un “socio fiable” y que habrá que buscar “nuevos aliados”. Irán, dispuesto a hacer concesiones en su programa nuclear, negocia a cambio con EEUU el estatuto de Siria. Rusia, que defiende un puñado de intereses, utiliza la crisis siria más bien para cobrarse una victoria sobre los EEUU y volver a la escena internacional en gran potencia, preparándose para próximos movimiento más amplios y más ambiciosos.
Pero de este debilitamiento de los EEUU en favor de un orden volátil en el que Bachar Al-Assad no cae, Arabia Saudí e Irán, siameses enemigos, afirman su influencia, Egipto restablece y refuerza la dictadura, la Rusia de Putin se agiganta y un Israel amenazado y “emancipado” se deja tentar por la irresponsabilidad unilateral, ¿qué han ganado o qué pueden ganar los pueblos que se levantaron en 2011 por la dignidad, la democracia y la justicia social? Basta repasar las fuerzas en litigio para reprimir todo optimismo. Ni la causa palestina ni la causa democrática ni la causa anticapitalista ni la causa feminista parecen más compatibles con este nuevo orden geo-estratégico que con el anterior.
 
¿Ninguna causa popular obtiene nada de este asfixiante realismo de derechas? Quizás sólo los kurdos y a escala aún incierta. Me explico. De todas las revoluciones pendientes en el mundo árabe -y que parecieron también posibles en 2011- hay una que es, a mi juicio, condición de todas las demás: la de las lenguas y culturas minoritarias. La “arabidad” ha jugado un papel central como elemento ideológico legitimador de las dictaduras árabes; la lengua árabe ha estrangulado la expresión de todas las lenguas “vernáculas”, tanto de los dialectos árabes locales como de las otras lenguas -bereberes o kurda- de la región. Esta “arabidad” ha sido impuesta desgraciadamente desde el islamismo, pero también desde el nacionalismo árabe y desde amplios sectores de la izquierda. De hecho, los amazigh -o los tubu- de Libia y los kurdos de Siria se sumaron a las revoluciones contra Ghadafi y contra Al-Assad para defender un modesto marco de derechos culturales desde el que pudieran reivindicar su lengua y su cultura, negadas de raíz por las dictaduras. Hoy los bereberes de Libia temen que la nueva constitución los excluya de nuevo, como en tiempos de Gadafi, y multiplican las movilizaciones, ocupando incluso refinerías de petróleo, para recordar sus demandas en un contexto caótico, herencia gadafista, dominado por el tribalismo, el islamismo y la violencia (...)".

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