Las guerras sirias

Hace unos días, el diario El Correo publicó este artículo mío sobre la internacionalización de la crisis siria y las guerras que las potencias regionales están librando entre sí a través de actores interpuestos. En el portal Escuela de Paz pueden encontrarse todos mis artículos publicados en dicho periódico en los últimos once años.

En Siria no se está librando una sola guerra, sino varias al mismo tiempo. El choque frontal entre las fuerzas del régimen y los rebeldes es, sin duda, el más evidente, pero también está teniendo lugar un conflicto, más soterrado, entre las potencias regionales que apoyan o se oponen a Bashar El-Asad. Por esta razón, el desenlace de la crisis siria ya no depende únicamente de las capacidades de cada uno de los bandos en liza, sino también de las estrategias de aquellos países del entorno que aspiran a influir en la Siria post-Asad.

Desde el inicio de las movilizaciones, el régimen ha venido insistiendo en que se enfrenta a una conspiración extranjera. En dicha maniobra tomarían parte algunas petromonarquías y elementos yihadistas próximos a Al Qaeda. Obviamente, las manifestaciones prodemocráticas que se desarrollaron en varios puntos de la geografía siria no encajaban con esta descripción. Fue precisamente la brutal represión desencadenada la que provocó, en una profecía autocomplida, la militarización de la revuelta y la aparición de una insurgencia armada. La parálisis de la comunidad internacional, incapaz de intervenir en el momento oportuno (como sí hizo en Libia), ha acabado por arrastrar al país a la actual espiral de violencia.

En este callejón sin salida en el que nos encontramos, Bashar El-Asad ha optado por la estrategia del ‘divide y vencerás’ tratando de enfrentar a la población y manipulando su heterogeneidad confesional y étnica. En algunas comunidades existe un creciente temor a que Siria siga los pasos de Irak. A estas alturas sería demasiado ingenuo descartar una evolución a la iraquí, con una guerra de todos contra todos en el curso de la cual se trate de limpiar étnica y confesionalmente algunas zonas del país. El estallido de sendos coches bomba a las puertas del barrio cristiano de Bab Tuma y del santuario chií de Saida Zainab, ambos en Damasco, parecen confirmar estos temores.
 
Mientras tanto, las potencias regionales mueven sus peones para tratar de acelerar la caída de Bashar El-Asad o, por el contrario, mantenerlo vivo aunque sea de manera artificial. Turquía intenta recuperar peso en la zona e impedir el surgimiento de una entidad nacional kurda. Arabia Saudí pretende debilitar a su principal rival regional: Irán y, de rebote, a Hezbollah. Irán, por su parte, necesita imperiosamente mantener con vida a Bashar El-Asad, un aliado que sirve de barrera de contención frente a Israel. El principal peligro de esta deriva es que la crisis degenere en una guerra abierta en la que los actores regionales libren sus propias guerras a través de actores interpuestos. Como cabe imaginar, las estrategias de dichos países no tienen demasiado en cuenta los intereses de la población local, la principal víctima de las guerras sirias. De otra parte, existen demasiados intereses contrapuestos, lo que dificulta que se alcance un consenso en torno a un mínimo denominador común para solucionar la crisis.

Turquía da cobijo al Consejo Nacional Sirio, el principal grupo de oposición en el exterior, y ofrece refugio al Ejército Sirio Libre, que dispone de campos de entrenamiento y de su principal centro de operaciones en la zona fronteriza. Aunque ha apostado todas sus fichas a la caída del régimen sirio, al gobierno turco le preocupan las aspiraciones de la población kurda de Siria. Desde el estallido de la revuelta, las formaciones kurdas han ido elevando el listón de sus demandas hasta plantear la creación de un Estado federal. De hecho, los partidos kurdos sirios, alguno de ellos estrechamente vinculado al PKK, han aprovechado la actual coyuntura para establecer una autonomía de facto en el noreste del país.

Arabia Saudí, a su vez, está armando a los rebeldes y facilitando la entrada de elementos salafistas que aspiran a establecer un Estado islámico. Muchos opositores sirios han rechazado esta ayuda, por considerar que dicho país no representa precisamente un modelo a seguir debido a su sistemática persecución de las libertades. No debe pasarse por alto que el rigorista rito wahhabí, vigente en el país petrolífero, considera a los alauíes, minoría a la que pertenece Bashar El-Asad, como una secta herética. Los gobernantes saudíes, que son también custodios de los Santos Lugares de La Meca y Medina y guardianes del islam sunní en su versión más puritana, mantienen una fuerte rivalidad con el régimen teocrático iraní. Esta confrontación suní-chií no sólo tiene efectos en el golfo Pérsico, sino también en países de la cuenca mediterránea como Siria o Líbano.

Por su parte, Irán está alarmado por los cambios registrados desde la Primavera Árabe. Sus únicos peones en el mundo árabe –Siria y Hezbollah– se encuentran cada vez más debilitados, lo que podría tener implicaciones a escala doméstica. Las sanciones internacionales para que ponga fin a su programa nuclear están teniendo efectos devastadores sobre la economía iraní y podrían motivar un nuevo estallido popular similar al registrado en 2009 tras la fraudulenta victoria electoral de Ahmadineyad. De ahí que el programa nuclear sea visto por el régimen iraní como una tabla de salvación, ya que podría ser empleado como arma disuasoria contra sus enemigos tradicionales: EE UU, Israel y Arabia Saudí. En este sentido, el enquistamiento de la crisis siria podría ser de utilidad, ya que serviría de cortina de humo para aliviar parcialmente la presión internacional que sufre el país.

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