La oposición a los gobiernos islamistas
El Anuario 2013 del IEMed recoge un artículo de su investigadora Lurdes Vidal titulado "Cartografía sociopolítica tras el 'despertar árabe': en busca del equilibro de fuerzas" en el que se trata de reunir lo que han dado de sí las revueltas antiatutoritarias en estos últimos dos años y medio. Reproduzco el apartado dedicado a los partidos de la oposición frente al desafío islamista.
"La otra cara de la moneda
es que las nuevas oposiciones y los movimientos calificados como
“revolucionarios” no se han beneficiado de un éxito a la altura de sus
expectativas. Antes de la “primavera árabe”, la escena política estaba dominada
por un partido único vinculado al jefe del Estado. La Reagrupación
Constitucional Democrática (RCD), fundada por Ben Ali, dominaba en Túnez,
mientras que el Partido Nacional Democrático (PND), de Mubarak, reinaba en
Egipto. Frente a ellos, existían dos tipos de actores principales: de un lado,
los partidos de la oposición legal, que participaban en el juego político sin
cuestionar demasiado el sistema, condición necesaria para su participación; por
otro lado, una minoría de partidos de la oposición que eran tolerados a condición
de que no obtuvieran demasiada influencia y no supusieran una amenaza al
régimen.
El encorsetamiento del campo
político previo a las revoluciones explica la enorme vitalidad partidista y la
plétora de partidos que proliferaron a partir de 2011 (más de un centenar en
Túnez y varias decenas en Egipto). Esta multitud de formaciones políticas
favoreció particularmente la división del campo no religioso, cosa que
benefició a los partidos islamistas, caracterizados por la disciplina de
partido y la cohesión, que encontraron mucha menos competencia y gozaron de
mejor visibilidad en la carrera electoral. Por otra parte, los antiguos
partidos dominantes, oficialmente desmantelados, un mantienen muchos de sus
miembros en posiciones de influencia y se están reagrupando bajo otros nombres
u otras organizaciones políticas.

Las consultas electorales
desvelaron la debilidad de este campo político. En Egipto, mientras que el 71%
del Parlamento, actualmente disuelto, estaba compuesto por salafistas y
Hermanos Musulmanes, la oposición correspondía a una gran variedad de actores, muchos
de ellos divididos entre sí y el grupo no islamista que obtuvo más votos fue
El-Wafd, con un 8,2% de los escaños, que precisamente fue uno de los partidos
más hospitalarios con los “felul”, o remanentes del antiguo régimen. En Marruecos,
el número de escaños del PJD duplica los escaños obtenidos por el segundo
“ganador” de las elecciones (Partido del Istiqlal), mientras que en Túnez,
Ennahda cuenta con más del 40% de los escaños en la Asamblea constituyente,
seguido por una miríada de partidos de oposición. El más importante de ellos
cuenta con unos 26 escaños frente a los 89 de Ennahda.
Esta fragmentación del campo no
islamista se explica por elementos coyunturales y estructurales. En primer
lugar, muchos partidos en la oposición tras la primavera árabe son muy
personalistas o están construidos alrededor de una figura particular: es el
caso, por ejemplo, en Egipto de Mohamed El-Baradei (al-Dostur), antiguo
director de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, Ayman Nour
(Al-Ghad), antiguo opositor a Mubarak, Naguib Sawiris (Partido de los Egipcios
Libres), delfín de las telecomunicaciones y fundador del partido, o el
nasserista Hamdin Sabahi (Al-Karama). En Túnez, algo parecido sucede con
líderes como Najib Chebbi, del partido Demócrata Progresista (PDP), y Hama
Hammami, del Partido de los Trabajadores, ambos antiguos opositores a Ben Ali,
o Moncef Marzouki, líder del Congreso por
la República (CPR) y actual presidente. En realidad, este fenómeno de
personalización no es una excepción árabe, sino que es una mecánica propia de
la mayoría de las democracias incipientes, o como mínimo de los procesos de
transición.
La consecuencia es que cuantos
más “emprendedores políticos” surjan, mayor probabilidad hay de creación de
partidos políticos, de ahí la fragmentación del campo político, especialmente
de las tendencias liberales o de izquierdas, no religiosas. Además, muchos de
estos partidos se concentran en las grandes urbes, sedes de las grandes
movilizaciones. Esto ha relegado a un segundo o tercer plano a las regiones
interiores y las áreas rurales, privadas de representación o con menor peso
electoral. Es por ello que muchos de estos líderes en torno a los que se
configuran nuevos o viejos partidos tienen un arraigo importante en las metrópolis,
donde logran obtener sus respaldos, y entre los intelectuales y la clase media
y alta, pero carecen de anclaje social en el mundo rural, donde aun priman la
autoridad de los notables locales, generalmente vinculados al antiguo régimen,
o se imponen los partidos islamistas, más conservadores y en la línea de las
tradiciones rurales. Finalmente, las estrategias de comunicación de los nuevos
líderes políticos se han centrado más en los medios de comunicación y las redes
sociales y han descuidado el trabajo de terreno necesario para popularizarse
entre las clases populares y el medio rural. Así, surge una clase política cuya
influencia queda limitada por la desconexión con la “calle”.
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