Transición frustrada en Egipto
Las calles cairotas han vuelto a teñírse de sangre. No podía
ser de otra manera, puesto que el golpe militar del 3 de julio que puso fin al
experimento islamista se cerró en falso y las incógnitas que se ciernen sobre
el horizonte de Egipto siguen no han sido convenientemente despejadas en los
últimos cien días.
La deposición del presidente Mohamed Morsi fue
maquiavélicamente orquestada por los militares, que aprovecharon el descontento
de buena parte de la sociedad egipcia con la situación de desgobierno para recuperar
el terreno perdido y tratar de retomar el poder. Desde entonces, los Hermanos
Musulmanes han sido objeto de una
intensa campaña de detenciones que ha llevado a sus principales dirigentes a la
cárcel. Los tribunales egipcios también han aprovechado su situación de extrema
debilidad para ilegalizar la organización y para congelar sus fondos y activos.
Debe recordarse en este sentido que la formación obtuvo el 42% de los votos en
las elecciones legislativas desarrolladas en 2011 y, en las presidenciales de
2012, 13 millones de personas dieron su respaldo a Morsi.
Una de las primeras medidas adopadas por el presidente
interino Adli Mansur fue derogar la controvertida Contitución aprobada por los
islamistas y convocar un nuevo proceso constituyente para reemplazarla por otra
que contase con un mayor respaldo social. También anunció que a principios del
próximo año se celebrarán nuevas elecciones para elegir la nueva Asamblea
Nacional y al futuro presidente. Los militares son los grandes vencedores y pilotan
con mano de hierro esta segunda transición. Para evitar sorpresas de última
hora han situado a su hombre fuerte Abdel Fatah al-Sisi en la vicepresidencia
del país poniendo a sus aliados ante la tesitura de “con nosotros o contra
nosotros”.
La nueva Constitución, cuyo proceso de redacción debería
finalizar en un mes, nos ofrecerá pistas de hacia dónde se dirige Egipto. En
primer lugar deberá pronunciarse sobre los privilegios de los militares, entre
ellos el carácter secreto de su presupuesto y su control de importantes
sectores de la economía. También sobre el mantenimiento de las leyes de
emergencia, los juicios militares o la tortura. En segundo lugar deberá
determinar si permite la existencia de partidos políticos de credenciales
religiosas y no sólo hablamos del Partido de la Justicia y la Libertad, marca
política de los Hermanos Musulmanes, sino también de todos aquellos grupos
salafistas que hasta ahora han respaldado inequívocamente a las Fuerzas
Armadas, quizás con la voluntad de beneficiarse en el futuro del vacío político
que a buen recaudo dejará la Hermandad. En tercer lugar servirá de termómetro
democratizador, ya que tendrá que posicionarse en torno a las libertades públicas
y está por ver que reconozca la libertad de expresión, de opinión o de reunión,
tal y como reclaman las organizaciones de la sociedad civil.
A día de hoy, nada parece indicar que estos tres aspectos
cruciales para el destino de Egipto vayan
a resolverse de manera satisfactoria. La criminalización de los Hermanos
Musulmanes por parte de las autoridades, la creciente polarización de la
sociedad egipcia y el aumento de la violencia con frecuentes ataques contra
objetivos militares y securitarios indican que el país se está deslizando
progresivamente hacia un punto de no retorno en el que el caos y la
inestabilidad reinan a sus anchas.
El nuevo faraón egipcio Sisi, que como a sus predecesores le
gusta cultivar el culto a su personalidad, está convencido que su política de
mano de hierro conseguirá asfixiar las voces de todos aquellos que reclaman la
restauración de Morsi y la vuelta a la legalidad. Además ha llegado a la
conclusión de que el derramamiento de sangre no le pasará factura, ya que el
Ejército es visto por buena parte de la sociedad egipcia como el último garante
del orden y la unidad del país. La generosa ayuda prestada por Arabia Saudí y
el resto de petromonarquías del golfo Pérsico (más de 12.000 millones de
dólares) representa un importante balón de oxígeno que le permitirá culminar el
proceso de transición de la democracia islamista al autoritarismo militar en el
que ahora se encuentra inmerso. El silencio cómplice de los países
occidentales, preocupados por la resurrección del yihadismo de Al Qaeda y el
enquistamiento de la guerra en Siria, es interpretado, a su vez, como una luz
verde para proseguir esta política erradicadora. De lo anteriormente dicho cabe
deducir que Sisi no se siente en la necesidad de ofrecer a la oposición
islamista ninguna zanahoria y que, mientras la situación no cambie, seguirá
recurriendo en exclusiva al palo para tratar de acallar a todos sus críticos.
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